Niños con armas: postales de un México olvidado

Cuidar cabras o vacas es la actividad diaria de muchos niños indígenas de las montañas de Guerrero, en el sur de México

AP Noticias
Lunes, 10 de mayo de 2021 09:53 EDT
MEXICO-NIÑOS ARMADOS
MEXICO-NIÑOS ARMADOS (AP)

Cuidar de las cabras o las vacas es la actividad diaria de muchos niños indígenas de las montañas de Guerrero en el sur de México. Pero los días que llega prensa a la comunidad de Ayahualtempa rápido se ultiman los preparativos para un quehacer añadido: el desfile de niños armados.

Encierran sus animales, se ponen el uniforme -playeras de la policía comunitaria y un pañuelo cubriéndoles la cara-, agarran sus armas -de madera si son menores de 12 años- y se forman en la cancha de básquet. A la orden del instructor, empiezan a marchar.

La impactante imagen es un grito desesperado desde una zona que acumula una larga historia de violencia, asedios y abandono: si el gobierno no nos ayuda, nos defenderemos, incluso armando a los niños.

En esta región, una de las más pobres de México y corredor estratégico para el trasiego de droga, varias comunidades nahua se han dado cuenta del poder mediático de esta escena de menores armados contra el crimen organizado. Amplificada por los medios, ejerce más presión sobre las autoridades que cualquier petición para detener los ataques, extorsiones y asesinatos.

Juan Martín Pérez, director de la Red por los Derechos de la Infancia en México (REDIM), lo resume en una frase: “Son la postal de un país en guerra que no habla de la guerra”.

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Cuatro pequeños cuidan a sus chivos y juegan con unos perritos antes de sentarse en una ladera desde la que los cerros se pierden en el horizonte para desgranar una planta comestible.

Cuando se les pregunta por su formación como incipientes policías comunitarios, el mayor de los primos, Valentín Toribio, de 12 años, asegura que ahora solo entrenan “cuando van a venir periodistas y nos van a entrevistar”.

“Es para que nos vea el presidente y nos apoye”, aclara. Les da miedo salir del pueblo.

A Valentín le gusta aprender a disparar. De mayor quiere ser policía. “Ya he tirado, me enseñó mi hermano en el campo”. En su casa, sólo toma el arma para los desfiles. “Cuando sea más grande la voy a ocupar porque (ahora) puede ser peligroso”.

Geovanni Martínez, su primo, de 11 años, está menos interesado en los entrenamientos porque tiene mucho trabajo. “Cuido los chivos, terminando voy con mis marranos y luego a dar agua a Filomena”, su burra. Si queda tiempo, juega al básquet. Quiere regresar a la escuela -paralizada por la pandemia del coronavirus- y cuando le preguntan si dispararía a un enemigo contesta contundente: “¡Noo!”

Poco después de la conversación, más de una docena de niños están listos para empezar la exhibición: marchar, posición de tiro rodilla al suelo, sentados, cuerpo a tierra.

Clemente Martínez, de 10 años, es el único de los cuatro primos que no participa porque su madre le regaña “no me vaya a pasar algo”. Sus armas son dos resorteras colgadas al cuello.

El ambiente es festivo en esta comunidad de casas de adobe y unos 2.000 habitantes, 600 de ellos niños, custodiada en sus entradas por su propia policía. Las únicas armas visibles son rudimentarias escopetas.

Sin embargo, todo era más solemne hace unas semanas, cuando una treintena de menores se presentaron formalmente en armas y salieron del pueblo desfilando para disparar al aire mientras gritaban consignas contra el grupo armado que les acosa, Los Ardillos. Las imágenes corrieron como la pólvora junto a sus reclamos: más Guardia Nacional y ayudas para huérfanos, viudas y desplazados por una violencia que en los últimos dos años se ha cobrado 34 vidas en varias comunidades de sólo dos municipios vecinos. También pedían maestros.

Guerrero, donde en 2014 desaparecieron 43 estudiantes de magisterio a manos de policías vinculados con el crimen organizado y con la complicidad de autoridades locales, estatales y federales, siempre ha sido un estado pobre y marcado por la violencia.

Los miedos de sus habitantes son reales. En esta región, conocida como La Montaña, rica en minas y clave en el cultivo y tránsito de la amapola, de la que se extrae goma de opio y heroína, las comunidades quedaron entre dos grupos -Los Rojos, ahora más débil, y Los Ardillos- que en su lucha por el control del territorio van dejando descuartizados y calcinados.

El convidado de piedra son las autoridades, de quienes los vecinos desconfían casi tanto como de los criminales.

Las policías indígenas comenzaron a multiplicarse en la zona en torno a la Coordinadora Regional de Autoridades Comunitarias-Pueblos Fundadores (la CRAC-PF) para hacer frente a esas bandas que iban apoderándose de sus tierras. Pero las diferencias entre líderes y la infiltración de delincuentes entre los comunitarios, a los que ofrecían apoyo y seguridad contra los contrarios, provocaron rupturas, choques internos y que mucha gente ya no distinga quién es quién.

El resultado, explica el antropólogo Abel Barrera, del Centro de Derechos Humanos Tlachinollan, es que las comunidades quedaron inmersas en la lógica del crimen organizado aunque no sean conscientes de ello y “se están matando ellas mismas” ante la inacción del Estado, que ha dejado crecer toda esa descomposición. En ella, los menores son el eslabón más débil.

“Hemos normalizado que esos niños no coman, que sean analfabetos, jornaleros agrícolas… ya nos acostumbramos a que los ‘indios’ se mueran temprano pero ¡cómo se van a armar!”, ironiza.

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Bernardino Sánchez Luna, uno de los fundadores de la CRAC-PF señala que la primera vez que presentaron a los niños fue en 2019. Divulgaron un vídeo de una docena de ellos armados con palos después de un ataque a la comunidad de Rincón de Chautla.

Las autoridades no habían atendido las llamadas de emergencia durante la balacera pero sí llegaron después a preguntar el porqué de la exhibición. “¡Pues porque no nos miraban!”, argumenta Sánchez Luna. Lograron algo de material para casas de los desplazados pero la violencia continuó.

La segunda “performance”, como las llama el director de REDIM, fue en enero de 2020 en Alcozacán -a 30 minutos en carro desde Ayahualtempa- después del asesinato de diez músicos de ese pueblo, uno de 15 años. Fueron calcinados y sus camionetas tiradas por un barranco. Esa vez juntaron a 17 niños con armas de verdad. Lograron becas para los huérfanos y casas para las viudas.

Dos meses después, el hallazgo en un municipio cercano de una pareja con sus dos niñas calcinadas conmocionó la región.

La última exhibición de menores armados fue el 10 de abril en Ayahualtempa, a menos de dos meses de las elecciones de medio mandato, comicios clave para que el presidente Andrés Manuel López Obrador mantenga una mayoría parlamentaria cómoda.

El mandatario reaccionó de inmediato. Condenó la manipulación de los menores y consideró un error que México reconociera en 2001 el derecho constitucional a la autodefensa indígena porque bajo ese paraguas los criminales habían creado las suyas propias.

“La seguridad pública corresponde garantizarla al Estado”, sentenció. “Si hay vacíos, se llenan”, pero con la Guardia Nacional.

Eso es, precisamente, lo que quisieran los habitantes de la región.

En la carretera que sale de Chilapa, centro administrativo de la zona, hacia Ayahualtempa, hay un puesto de Guardia Nacional y, a unos metros, un retén del ejército. Más arriba se ven civiles armados que, según los comunitarios, son Ardillos. Los vecinos aseguran que cuando los criminales se movilizan las fuerzas federales miran para otro lado.

Seis kilómetros antes de llegar a Ayahualtempa, el poblado fantasma de El Paraíso de Tepila es un recordatorio de lo que puede pasar. Hace más de dos años las 35 familias que vivían ahí huyeron y nadie se ha atrevido a regresar. En la escuela, los libros siguen esparcidos por suelo. En la pared que da a la carretera hay varios orificios de balas de grueso calibre.

Por esa misma época, antes de la pandemia, Ayahualtempa quedó situada y el kilómetro que separa la comunidad de la escuela secundaria se hizo intransitable para los adolescentes, sobre todo si eran familia de comunitarios.

Fue entonces cuando Luis Gustavo Morales, de 15 años, empezó a entrenar y ahora dice ir siempre con su pistola aunque “sin bala en la recámara” para evitar accidentes. Cuando la desarma y la carga delante de los periodistas, se nota que sabe manejarla.

Todos los niños que participan en los entrenamientos son familiares de comunitarios pero Luis Gustavo es el único que acompaña a su padre en a las guardias cada 16 días en los retenes de las entradas al pueblo.

El director de REDIM alerta del peligro de transmitir estos valores. “Es un método histórico asociado a las culturas de guerra y una manera simbólica de demostrar que (esa enseñanza) es un legado, y eso es lo peligro, porque es un legado de violencia”.

Cuando se pregunta a los comunitarios si no temen que los niños puedan ser usados por los grupos criminales, Bernardino Sánchez Luna dice que no.

Los sicarios, explica, solo les dan un arma. Ellos les conciencian de que ésta solo se usa “para defender su vida, su familia y su pueblo”. Los huerfanos no son aceptados en el grupo, para no exacerbar la venganza.

Pero algunas de las frases de Luis Gustavo inquietan: “Nos quieren acabar”; “si viene provocando, él se lo busca”; si “ya mató a nuestros compañeros… pues ni modo.. lo tengo que dar si lo tengo enfrente”.

Luis Morales, su padre, reconoce que al principio le dio tristeza que su hijo tuviera que entrenar pero ahora está orgulloso de él porque así sabrá defenderse. Añade que si la seguridad regresa, le enviará de nuevo a la escuela.

El último llamado de auxilio de estas comunidades fue el 30 de abril —Día del Niño— cuando los comunitarios de Alcozacán anunciaron el alzamiento de los menores de la región “armados de verdad”.

Una veintena de medios, muchos internacionales, acudieron al llamado pero no hubo escopetas, solo juguetes, gritos de justicia y exigencias de seguridad tras una pancarta que decía: “Ni pistolas, ni amapolas, queremos conocer las olas”.

Los organizadores del evento sonreían. La engañosa convocatoria funcionó, evitando que las autoridades les acusen de poner en peligro a sus pequeños.

En Ayahuantempa, sin embargo, no descartan volver a mostrar a sus niños armados porque, como el pequeño Valentín dice, “hay muchos hombres malos que quieren hacernos daño”.

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