En México, algunos haitianos encuentran una mano amiga
Entre las paredes de algunas casas de Ciudad Acuña, un rincón remoto de la frontera entre Coahuila y Texas, hay un número indeterminado de migrantes haitianos aterrados
Entre las paredes de algunas casas de Ciudad Acuña, un rincón remoto de la frontera entre Coahuila y Texas hay un número indeterminado de migrantes haitianos aterrados. No ponen un pie en la calle por miedo a las detenciones y sólo abren la puerta a las voces amigas.
Forman parte de algunos de los miles de haitianos que establecieron brevemente un campamento en la ciudad fronteriza de Del Río en Texas y que han encontrado una mano amiga al otro lado del río, en Ciudad Acuña, México.
Virginia Salazar y su esposo Mensah Montant son dos de ellas. La mujer, mexicana; él de Togo, un pequeño país del África Subsahariana, de donde llegó hace nueve años. Dejan arroz en una casa, medicamentos en otra, buscan un colchón.
“Yo tengo familia migrante: mi esposo, una hermana con documentos y otra ilegal y me nace” ayudar, dice Salazar. “Lo que están haciendo a los haitianos me parece inhumano” porque los están deteniendo y encerrando “como jamás se hizo con otros migrantes en esta ciudad", afirma.
La aglomeración de hasta 14.000 haitianos que cruzaron por aquí hasta Del Río en sólo unos días provocó esta semana una gran presión sobre los dos países. Estados Unidos comenzó a devolver a miles a Haití pese a la delicada situación que vive esa nación caribeña, la más pobre del hemisferio occidental.
Otros, temerosos de la deportación, regresaron a México que agilizó las detenciones y traslados hacia el sur para descongestionar esta zona de la frontera y planeaba iniciar los retornos al país caribeño en los próximos días.
En una semana, ambos gobiernos desalojaron los campamentos que se habían creado en las dos orillas del Río Bravo. Sin embargo, miles de haitianos siguen en México, miles más vienen en camino desde Sudamérica y el que se produzca una nueva oleada a las puertas de Estados Unidos parece cuestión de tiempo.
Salazar, que trabaja en limpieza, y Montant, un sastre cuyo primer trabajo en México fue confeccionar chalecos para agentes migratorios, no saben cuántos pueden estar escondidos en esta ciudad maquiladora relativamente tranquila si se compara con otros puntos de la frontera. (Al tener sólo una vía de entrada y salida no parece atractiva para los cárteles de la droga).
El matrimonio ha apoyado a una docena de haitianos como hicieron con los africanos que llegaron con las caravanas en 2019 y que, a diferencia de ahora, tuvieron fácil conseguir documentos para trabajar temporalmente en la ciudad.
Andrea García, una esteticista de 24 años, aloja a seis familias repartidas en varias casas de su familia.
“Vinieron solos a mi casa, con bebés, y dijeron que los ayudáramos, no podían ir para ningún lado”, explica. “A dos de los que están conmigo les quitaron la visa humanitaria” durante una de las revisiones, asegura. Y aunque ella fue a migración a ver cómo podían reponérselas no halló respuesta.
Después de los operativos que hubo en hoteles de la ciudad, llegar a estas casas particulares prestadas o rentadas representa un poco más de seguridad para los que quieren esperar aquí a que la situación se calme y buscar trabajo.
“Por primera vez en días, hoy no dormí con un ojo abierto y otro cerrado”, afirma Etlove Doriscar, un haitiano de 32 años que estuvo escondido entre los matorrales durante horas con su esposa y una hija de 3 años cuando un enorme dispositivo policial cercó el campamento junto al río el jueves.
Cuando la vigilancia se relajó, pudieron llegar hasta el domicilio de Salazar y Montant, a quienes habían conocido repartiendo comida.
Ahí se bañaron todavía aterrados. No pudo evitar lágrimas de agradecimiento para el matrimonio que les ayudó. Por ellos, se enteraron de una casa para rentar por 50 dólares al mes con dos habitaciones, dos colchones, una mesa y un ventilador y que ahora su familia comparte con otra haitiana. La había dejado libre un compatriota que se marchó a Mexicali, en la frontera con California, para intentar realizar allí sus trámites de forma más ágil que en el sur.
La mayoría de haitianos quieren permisos con los que puedan trabajar temporalmente en México aunque a su destino a medio plazo sea Estados Unidos. El gobierno mexicano dijo esta semana que eran bienvenidos al país pero regularizados.
El problema es que la entidad oficial que hace los trámites está desbordada –-sólo en este año recibió 19.000 solicitudes de refugio— y la ciudad que recibe a todos los migrantes en el sur, Tapachula, donde llegan la mayoría de esas peticiones, es un cuello de botella donde la paciencia de los migrantes se agotó.
“Tapachula tiene muchos inmigrantes, muchos, y no están trabajando, no están dando los documentos”, se queja Doriscar.
Las personas que les ayudan también tienen miedo porque temen que las autoridades puedan ir contra ellas.
Eliseo Ortiz ya no sube a haitianos en su taxi porque hace tres meses le pusieron una multa de 18.000 pesos, unos 900 dólares, por llevar a un grupo. “Me acusaron de pollero”, dijo. Otros evitan las multas, explicó, porque pagan sobornos a la policía.
“Sí preocupa porque migración mexicana se está metiendo en las casas y no les está permitiendo hacer su proceso”, dice la estilista Andrea García. “Pero da más tristeza que miedo, ven una camioneta de migración y se ponen a rezar”.
Cuando el matrimonio fue a llevar hielo a Doriscar, recordó a la familia ni se asomaran a la calle porque poco antes había llegado migración a su casa y rodeado a Montant. “¿Qué pasó, qué pasó? Tengo mis papeles”, asegura que les dijo mostrando su residencia mexicana.
Después de una semana de intensa actividad, los cientos de haitianos que caminaban con bolsas llenas de comida por las calles de la ciudad —llenas de casas de cambio, dentistas y bares— han desaparecido.
Tampoco están ya los autobuses para trasladar a migrantes hacia el sur siempre acompañados por los grandes éxitos del los Beatles como de fondo que salía del local contiguo.
“Todo esto (las detenciones) me hace sentir mal, no poder ayudarles, no poder darles un trabajo”, dice Manuel Casillas, el dueño del local, de 65 años y que se ha pasado la vida viviendo a ambos lados de la frontera.
Aunque esto parece ya acabado, está convencido de que más migrantes volverán. “Yo siento que va a haber otra oleada”.