Pandemia agrava adicción en pueblos nativos norteamericanos
La pandemia de COVID-19 ha agravado la penuria en comunidades indígenas de Norteamérica, que desde generaciones han sufrido de traumas, pobreza, desempleo y malos servicios de salud
El curandero le dijo a la mujer que debería regresar a su hijo a la Tierra.
Rachel Taylor se besó las puntas de los dedos antes de presionarlos sobre el cuervo cosido en el bolso de gamuza que yacía en el sofá de su sala y que contenía las cenizas de su hijo.
“Oh, hijo mío”, suspiró la mujer abrazando el bolso.
Hace casi un año, abrió la puerta de la habitación del hijo y gritó tan fuerte que despertó a su vecino. Kyle Domrese yacía boca abajo en la cama, uno de los más de 100.000 estadounidenses que murieron de sobredosis en momentos en que la pandemia de COVID-19 agravaba la crisis de adicción en el país.
Cuando tenía apenas cuatro años, el curandero le dio a Kyle su nombre de la tribu ojibwe: Aandegoons (“Pequeño Cuervo”).
Hoy en día, la mujer acaricia el bolso de gamuza y susurra “Te amo” cada vez que sale de la casa en esta ciudad rodeada por tres reservaciones de indígenas ojibwe en una zona remota del norte de Minnesota.
Mientras la pandemia causaba estragos por todo Estados Unidos, las muertes por sobredosis aumentaron en casi 30%, alcanzando cifras inéditas. Al mismo tiempo, la crisis de sobredosis ha pasado de ser una aflicción mayormente entre los blancos a una que mata cada vez más a personas de color.
La cifra de muertes más alta el año pasado fue entre las tribus autóctonas de Norteamérica, donde la pandemia de COVID-19 agravó la penuria en comunidades que desde generaciones han sufrido de traumas, pobreza, desempleo y malos servicios de salud.
Ya no es una epidemia de opioides, sino una en que la gente se está muriendo de cocteles letales de drogas. Las muertes por metanfetaminas casi se han triplicado en años recientes, y los indígenas norteamericanos son 12 veces más susceptibles que el resto de la población.
Un día reciente en que Taylor inició su turno laboral en el centro comunitario de la comunidad indígena local, tenía detrás suyo un afiche con los retratos de 49 personas de la comunidad que murieron por drogas.
La tribu de Taylor, la Nación Tierra Blanca, ha estudiado las muertes causadas por adicción.
“Los certificados de defunción dicen que fue por sobredosis, pero esa no es la realidad”, expresó un miembro del grupo de estudios.
Las muertes son un acumulado de 500 años de sufrimiento, en que a los indios han sido despojados de sus tierras, sus hijos, su lenguaje y su cultura. Hace no muchos años, los niños de tribus autóctonas eran llevados a la fuerza a escuelas de adoctrinamiento bajo el lema “Matar al indio y salvar al hombre”.
“En realidad murieron de corazón roto”, según el estudio.
Durante años, Taylor trató de romper el círculo vicioso.
A su abuela la enviaron a un internado católico, donde se inculcó vergüenza sobre su lenguaje ojibwe, a tal punto que ella lo hablaba o cantaba solo después de beber.
Taylor tuvo una hija a los 19 años y un hijo pocos años después, pero perdió la custodia de ambos debido a sus adicciones a la cocaína y los opioides. Ella les dijo que deseaba poder regresar en el tiempo y arreglar todas las cosas disfuncionales que le sucedieron durante su adicción.
“Pero entonces pensé, mi mamá tendría que regresar y arreglar todo lo que le pasó a ella, y mi abuela tendría que hacer lo mismo, y así yendo atrás por generaciones”, relató.
Taylor vivió en más de 50 lugares antes de cumplir los 18 años —con familias de acogida, albergues para víctimas de abusos, en las calles — y sufrió abusos sexuales, físicos y psicológicos.
“Es por ese trauma generacional que sufro de baja autoestima, que siento que no valgo, que siento que nadie me quiere”, expresó la mujer.
Rezó a Dios que exima a sus hijos de semejante sufrimiento, y todos los días le decía a su hijo que lo amaba.
La Nación Tierra Blanca también trabajó arduamente para salvar a su juventud de la adicción, y por muchos años ningún miembro de la tribu murió por sobredosis. Pero entonces llegó la pandemia y la carga le resultó imposible para muchos.
Hoy en día, Taylor sujeta con manos temblorosas la foto de su hijo, otro retrato en el afiche, fallecido el 11 de enero de 2021.
Inicialmente colocó las cenizas en una urna, pero era de metal afilado. Un amigo le fabricó la cartera de gamuza, algo que ella podía abrazar, algo que se ha convertido en el centro de su mundo.
Kyle tenía un gran sentido del humor, y a veces Taylor suelta algo chistoso al dirigirse a la cartera.
“Me cuidas al gato”, le dijo un día que salió de la casa. Y seguidamente le dice al gato que le cuide a Kyle.
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Soplaba el viento por la pradera, y el médico Carson Gardner, director de centro de salud de la Nación Tierra Blanca, cuenta el cuento del Windigo como metáfora de la adicción.
Es un cuento de la cultura ojibwe, que debe ser contado solo cuando hay nieve en el suelo como protección contra el monstruo. El Windigo es un caníbal que canta una canción, y quien escucha esa canción debe rápidamente taparse las orejas y huir corriendo, o de lo contrario sufrirá un hambre insaciable.
“Primero te comerás todo en tu casa, y cuando se te acabe todo te comerás todo en la casa de tu vecino, y cuando te acabes todo allí te comerás a tus vecinos y al final terminarás por comerte a ti mismo”, relató Gardner.
La reservación abarca más de 323.000 hectáreas (800.000 acres) de praderas, lagos y pequeñas aldeas. Los veranos son gloriosos y los inviernos largos e implacables. Pero pese a la vasta llanura, hay muy pocos habitantes, los cuales viven bajo el principio de que hay que amar a todos como familia.
“Los que escucharon al Windigo no son malas personas”, afirma Gardner. “Simplemente no se taparon las orejas, no huyeron corriendo. No sabían cuán potente era la canción”.
El hijo de Rachel Taylor una vez le escribió a su carta a su madre, diciéndole que la adicción lo estaba matando: “No lo puedo controlar, ojalá me puedas perdonar. Lo lamento, te amo, hubiese querido pasar más tiempo contigo”.
Inicialmente, cuando era adolescente, Kyle empezó a tomar píldoras tras operarse de una infección en un dedo. Luego, sumido en las tinieblas de la adicción, ingería cualquier cosa — metanfetaminas, heroína, fentanilo — que le aliviara su depresión y ansiedad.
Pero poco antes de que estallara la pandemia, su madre sintió algo de esperanza.
Ella y su hijo se pusieron en cuarentena juntos, en su casa en Bemidji, una ciudad de 15.000 habitantes. Kyle había acudido a tratamiento, llevaba 168 días sobrio, tenía de nuevo las mejillas llenas. Le pidió a su madre que hiciera las galletas de crema de maní que tanto le gustaban.
“Qué contento estoy de que todavía tengo la oportunidad de darle orgullo a mi mamá que tanto me quiere”, escribió Kyle en un diario.
Pero pasaban las meses y Kyle empezó a quejarse de que esta pandemia no acabaría nunca. No podía conseguir trabajo, se sentía aislado, se sentía como un vagabundo.
“Se rindió”, lamenta ahora Taylor. Kyle empezó a consumir drogas de nuevo y luego empezó a venderla para poder mantener su vicio.
A su alrededor mucha gente se estaba muriendo. En el territorio Tierra Blanca se triplicaban las corridas de las ambulancias debido a las sobredosis, explica Gardner. Colocaron afiches en gasolineras y edificios tribales: “Cuidado con las sobredosis”, “Por favor cuidemos unos de otros”.
Joe Kleszyk, comandante de una unidad especial contra las drogas creada por la comunidad, también sonó la alarma: “Se trata de una epidemia dentro de una pandemias”, expresó a un periódico local en agosto de 2020. La unidad especial tenía a su cargo cinco condados y dos territorios indígenas, entre ellos el de Tierra Blanca.
La cantidad de sobredosis investigadas por la unidad especial se disparó de 20 en 2019 a 88 el año pasado. Quince de ellas fueron fatales, el triple del año anterior.
Y la situación está empeorando: Este año ha habido 148 sobredosis, 24 de ellas fatales.
En Minnesota, como ocurre en todo el país, los narcotraficantes están metiendo en su droga fentanilo, un opioide sintético barato tan potente que un paquetito del tamaño de un paquetito de azúcar contiene 40 dosis, explica Kleszyk. “Es un juego de ruleta rusa”, sostiene.
Al mismo tiempo, la pandemia llevó a muchas personas a la adicción, llamada “la enfermedad del desespero”.
El desempleo en tierras indígenas aumentó a 26%. Y ante la desinversión del gobierno federal, muchas comunidades autóctonas de antemano se hallaban al borde de la pobreza, en ocasiones a poca distancia de acaudalados vecindarios blancos o lujosos resorts de verano.
Encima de eso, las tradiciones tribales que ayudaban a mucha gente a soportar adversidades, como los cónclaves rituales o círculos de diálogo, quedaron suspendidas. Se trata de una cultura comunitaria y súbitamente la gente quedó aislada.
De las 148 sobredosis investigadas por la unidad especial este año, 124 de las víctimas eran indígenas.
“Estoy harto de tener que decirle a una familia que su hijo ha muerto”, relató Kleszyk.
Cuando oficiales de la Nación Tierra Blanca llegaron el 5 de agosto de 2020 para informarle a Betty Oppegard, le fallaron las rodillas y cayó al suelo. Su hija, Beth Renee Hill, una mujer de 32 años y madre de tres pequeños, murió de una sobredosis de metanfetaminas.
El nombre ojibwe de Beth Renee era “Bebaanimadookwe”, que quiere decir el brillo del sol sobre la nieve.
“Así era ella, un brillo en la vida de los demás, era hermosa”, declaró Oppegard. “Ella podía hacer muchas cosas en un solo día”.
Había empezado a tomar metanfetaminas hace un par de años y en poco tiempo se vino abajo. Perdió la custodia de sus hijos y se deprimió, por lo cual consumió más drogas.
Oppegard antes se despertaba cada mañana pensando en lo que hacía cada uno de sus ocho hijos, pero dejó de hacerlo porque cuando pensaba en Beth Renee no soportaba el dolor.
El padre de Beth Renee solía sujetar una foto de su hija y llorar. Hoy en día está sepultado al lado de ella. Oppegard dice que murió en enero víctima de la congoja.
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Entre tanto dolor y muerte, uno de los temas más acuciantes para las tribus norteamericanas es qué hacer para que las nuevas generaciones no caigan víctima del mismo flagelo.
Los servicios de salud en los territorios indígenas han sido deficientes desde hace décadas. Cuando el gobierno estadounidense expulsó de sus tierras a los indígenas, firmó tratados con ellos en que les prometía satisfacer ciertas necesidades, como la atención médica. La gran cantidad de muertes por adicción es prueba de que el gobierno no cumplió su palabra, dice Tina Smith senadora por Minnesota.
El promedio de gasto público en atención médica por persona en Estados Unidos es de unos 11.000 dólares, pero los sistemas de salud tribales reciben apenas una tercera parte de eso y los grupos indígenas urbanos reciben incluso menos, según el Consejo Nacional de Salud de Comunidades Indígenas Urbanas. La pandemia asestó otro golpe a este agobiado sistema.
Smith introdujo hace poco una propuesta en el Congreso que otorgaría 200 millones de dólares a comunidades indígenas para atención médica y programas contra las-adicciones. La propuesta, que está estancada en el Congreso, le daría a las organizaciones tribales autonomía en cuanto a cómo desembolsar esos recursos.
En los años previos a la pandemia, la Nación Tierra Blanca combinaba la medicina moderna con sus propios ritos que durante generaciones han ayudado a su pueblo a sobrevivir. Ha entrenado a miles de personas a usar naloxona, una droga que revierte los efectos de una sobredosis y con la cual, estima, ha salvado unas 1.000 vidas, dice Gardner. Han usado costumbres ancestrales: círculos de tambores, ceremonias con tabaco, ritos en lugares húmedos para impulsar el equilibrio entre el cuerpo, la mente y el alma.
Su lema es el amor incondicional, dice Gardner. Todos pueden recuperarse con un poco de esperanza y sanación, no hay que darse por vencido, no importa cuán arraigada sea la adicción.
Georgianna Garbow-Warren estuvo adicta a la metanfetamina durante años y ella y su esposo terminaron viviendo en casas abandonadas, en albergues, incluso bajo un puente. Ella perdió la custodia de sus tres hijos. Sentía que estaba en un círculo vicioso: se drogaba, perdía a sus hijos, se sanaba, los recuperaba y a empezar de nuevo.
Ella se crio en la reserva Tierra Blanca, cerca de Beth Hill. Con facilidad recuerda por nombre y apellido a las personas cercanas que murieron por adicción.
Garbow-Warren tuvo un cuarto bebé en 2019, que nació prematuro. Los médicos se lo llevaron tan pronto nació. Ella seguía drogándose: “Lo único que quería era algo que me quitase todo ese dolor”.
Un día, ella no podía respirar y fue al hospital, donde le diagnosticaron atrofia cardiaca crónica debido al daño causado por las drogas.
Fue varias veces a salas de emergencia. Un día estaba en una de esas camas y pensó “Dios mío, ¿de verdad me odio tanto a mí misma?”
Se entregó a la policía y pidió entrar en tratamiento. Era febrero de 2020, justo cuando la pandemia estaba causando estragos en comunidades ya agobiadas por la adicción.
Hoy en día ella se pregunta dónde están sus hijos. Su hijo cumplió recientemente 18 años, y los otros son de 17 y 10 años. A veces le dan ganas de buscarlos, pero entonces piensa que mejor están sin ella.
“Vivo con eso todos los días, preguntándome si están bien”, dice.