Un gato alegra la vida de sus vecinos durante la pandemia
No era suyo, pero sus visitas diarias les alegraba la vida
Se llama Kevin.
Es un gato con franjas negras, grises y blancas, como las de un tigre, con una panza blanca y ojos de un amarillo brillante. “¿Cómo se llama tu gato?”, le preguntamos a nuestros vecinos. “Kevin”. “¡¿Kevin?!”. “Sí, Kevin”.
Un nombre inusual, perfecto para un gato.
Con mi esposo llevamos una década alquilando nuestra casa y jamás vimos ni sentimos a Kevin. Vivía en los huecos de la casa de nuestros vecinos, un animalito cariñoso que esperaba ser descubierto. Aparentemente visitaba las casas de otros vecinos, pero nunca la nuestra.
El año pasado, en que empecé a trabajar desde casa por la pandemia y no pude seguir dedicándome a otra cosa que me apasiona, la música, Kevin vino unas pocas veces cuando me sentaba en una mesita a un costado de la casa. Se frotaba contra mi pierna y desaparecía.
Este año, a mediados de marzo, encontré a Kevin en nuestro porche.
Se me acercó, mirándome fijamente con esos ojazos amarillos. Se tiró al piso y dejó que le rascase la cabeza. Documenté el momento en las redes sociales. “Conseguí un nuevo amigo hoy. Kevin, el gato de nuestros vecinos. Es lindo acariciarlo y le encanta que estén pendientes de él”.
Kevin empezó a presentarse más seguido. Siempre la misma rutina: Aparecía de la nada, nos miraba fijo con un “miau” bajito, se paseaba un poco y frotaba su cara contra el banco de madera del porche. Nos dejaba acariciarlo un rato. Nos sentíamos privilegiados de poder hacerlo.
A mediados de abril, Dave fue a un negocio de animales y le compró a Kevin un juguete chirriante: Un pequeño ratón con pelo gris. Kevin lo aplastaba alegremente. A esa altura, yo ya tenía las vacunas contra el COVID-19. Dave se inmunizó un mes después. Los dueños de Kevin también estaban vacunados.
A veces, de noche, escuchábamos un ruido en la ventana de la sala de estar. Allí estaba Kevin, del lado de afuera, mirándonos con el rostro pegado al vidrio. Nunca le dimos de comer adentro de la casa. De hecho, nunca entró a la casa. Pero todos los días le dejábamos un bol con agua afuera.
Todo siguió así hasta que una tarde de abril Kevin se instaló en mi falda. Pegó un salto cuando me sentaba en el banco del porche y me llenó de pelos. Fue un gran paso en nuestra relación.
No volvió a sentarse en mi falda hasta unas pocas semanas después. Se estiró y lo acaricié unos 20 minutos. Yo quería llorar de felicidad.
En medio de la pandemia, cuando tantos de nosotros nos sentimos aislados, llenos de incertidumbres, las conexiones nuevas, como la de Kevin, pueden tener un impacto profundo y reconfortante.
Rebobinemos un poco.
Los animales no son nada nuevo para mí y para Dave. Él se crió entre tres perros dachshunds y dos gatos. Yo, con un gato blanco llamado Kitty, que heredé tras la muerte de mi madre —quien era alérgica a los animales— por un cáncer, cuando mi hermano y yo éramos pequeños.
Dave y yo no tenemos mascotas por ahora, pero nos llevábamos bien con Bella y Buddy, los bulldogs de otros dos vecinos. También con Tess, un Labrador de mi padre, mi madrastra y una hermana.
Bella falleció de vieja el año pasado. Los dueños de Buddy, amigos nuestros, se mudaron este año. En junio, vi cómo sacrificaban a Tess, quien padecía un cáncer, mientras mi padre y mi madrastra lloraban desconsoladamente.
Kevin llenó un vacío.
Ese día de abril en el que Kevin se sentó en mi falda fue seguido por una noticia devastadora. Fue atacado por dos coyotes. Logró escaparse trepándose a un árbol. Sus dueños lo llevaron a un veterinario y sobrevivió de milagro.
No volvimos a tener noticias de Kevin por tres semanas.
Hasta que un día de mayo, cuando conversábamos con sus dueños, Kevin asomó por la puerta, me vio, y se acercó para que lo acariciase. A partir de ese día, volvió a visitarnos y a darnos su cariño.
La primavera dio paso al verano. Ya venía todos los días, a la mañana y a la tarde. Yo me tomaba descansos en mi trabajo y lo abrazaba. Abría la puerta y allí estaba él, con un “miau”. Empecé a decirle “Pequeño Miau Miau”.
Con Dave, Kevin manifestaba su afecto subiéndose a su falda y enterrando su cabeza en su barba, que es gris y blanca, como la de Kevin. En mi caso, se subía a mi falda y apoyaba su cabeza contra mi pecho, como abrazándome. Siempre les decíamos a sus dueños lo mucho que queríamos a Kevin. A veces no se quería ir de noche y nosotros lo llevábamos a su casa.
Ahora que se acaba el verano nos dimos cuenta de que Kevin ya no pasa tanto tiempo en casa. Durante el día le ha dado por dormir debajo del auto de un vecino. De todos modos, seguimos poniéndole agua.
Continúo trabajando desde casa y con frecuencia voy a la puerta esperando encontrar a Kevin, y él no está allí. Cuando nos visita, nos llena de felicidad. Al final de cuentas, es un gato, con los caprichos de los gatos. Hace lo que quiere, va adonde quiere, y su cariño es una alegría y un privilegio.