De lo más alto al olvido, ¿cómo cayó en desgracia el álbum “The Fat of the Land” de The Prodigy?
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El cangrejo que chasquea sus pinzas en la portada de The Prodigy, The Fat of the Land, puede presumir con razón de ser el crustáceo más famoso del pop. También se ha convertido en una metáfora un poco desafortunada de un disco que levantó un gran alboroto cuando salió por primera vez, pero que acabó siendo una rareza que se arrastra de lado, enterrada ligeramente en las arenas de la historia.
Cuando salió a la venta en 1997, The Fat of the Land fue anunciado como una obra maestra instantánea. “El álbum es una maravilla”, dijo NME de esta mezcla fundida de rave y punk. “Una pesadilla emocionante y embriagadora de un disco, un destello de energía de proporciones de supernova”, señaló Rolling Stone, añadiendo “No se sabe hasta dónde puede llevarles la unión de hombre y máquina de The Prodigy”. “Mozart al volante de una camioneta Monster Truck”, se entusiasmó The Guardian.
Sin embargo, en las décadas transcurridas, The Fat of the Land ha perdido su condición de hito y definidor de épocas. El 1 de julio cumple 25 años, pero ¿a alguien le importa realmente? Nadie diría que es una obra maestra olvidada o que se precipita hacia el olvido. Con los ojos saltones y la cresta de la melena erizada, el difunto líder de Prodigy, Keith Flint, es un icono de los noventa, tan reconocible al instante como una Spice Girl o una estrella del britpop con unos pants y sudadera con cierre gritando “¡Oi!” al tráfico.
Sin embargo, el legado de The Fat of the Land es ambiguo. Y no solo porque la primera canción, Smack My Bitch Up, comienza con la letra “change my pitch up/ smack my bitch up”. O porque incluye una cita de Hermann Göring (ver más abajo).
El hecho es que The Fat of the Land -si bien fue universalmente aclamado cuando salió- da la sensación de haber quedado atrás en la década de la que procede. Cuando Rolling Stone hizo una lista de sus “100 mejores álbumes de los 90” en 2019, no había espacio para Prodigy. Pitchfork omitió de forma similar a The Fat of the Land en su “Best of” de los noventa. Incluso el todopoderoso algoritmo de Google sufre amnesia de Prodigy: introduce “mejor álbum de los 90” como término de búsqueda y The Prodigy están notablemente ausentes.
Pero en 1997 esa no era la vida posterior que nadie imaginaba para The Fat of the Land. Se consideraba un monstruo irresistible, un disco que tomaba el rock y el dance y, a partir de esa sinergia chillona, forjaba algo nuevo. “El problema que The Prodigy intentaba resolver, por así decirlo, era cómo mantener la intensidad de las raves con las que habían llegado a la mayoría de edad a finales de los 80 y principios de los 90, especialmente en el contexto de que tocaban en grandes festivales y estadios y se escuchaban en salas y residencias de estudiantes”, explica el Dr. Paul Rekret, investigador y profesor de teoría política y cultural en Richmond, la Universidad Internacional Americana de Londres.
“Su solución fue tratar de amplificar los elementos rockeros de la música: más sirenas, pausas más rápidas, más gritos, atuendos y letras más escandalosas, cambiar el anonimato de los raves en lugares pequeños por alineaciones rockeras en grandes escenarios, etc. Esto se basó en su intento de hacer lo mismo con [el primer sencillo] Charly, para construir la intensidad de un rave, pero a través de una angustia burlona y unos breakbeats rápidos y duros”.
Funcionó, durante un tiempo. Parecía que no había forma de parar a The Fat of the Land. Aprovechando el impulso de Music for the Jilted Generation, de 1994, y de sencillos emblemáticos como Poison y Voodoo People, su tercer álbum situó al productor de The Prodigy, Liam Howlett, y a sus compañeros de banda de Essex como una de las fuerzas más esenciales de su época.
No se trataba simplemente de que The Fat of the Land fuera ruidoso y agresivo. En medio de los ritmos frenéticos, era un disco de profundidades ocultas. Aunque suene absurdo, incluso se podría decir que es sutil en algunos puntos. Breathe combina con destreza la fuerza del rock industrial y el arrebato de la pista de baile; Mindfields es el eslabón perdido entre el rave y la escena emergente del big beat. Y, con Crispian Mills, de Kula Shaker, a la voz, Narayan unía la angustia previa al nuevo milenio con la euforia de las 2 de la madrugada (“And you feel it burn! / Your time has come”, cantaba Mills mientras el siglo XX parecía convertirse en cenizas a su alrededor).
The Prodigy se sentían, en ese momento, tan importantes como Radiohead, cuyo OK Computer había salido varias semanas antes de The Fat of the Land. Como se ha señalado, los críticos buscaban sus superlativos más brillantes. Comercialmente, también, The Prodigy lo conquistaron todo. En un momento dado, ese mismo verano, vendían más que Radiohead por un factor de ocho a uno.
Todo el mundo los amaba. Bono le pidió a Liam Howlett que remezclara un sencillo del disco Pop de U2 (el intento fallido de U2 de hacer trip-hop, una especie de Fat of the Bland). Madonna, que había fichado a The Prodigy para su sello en EE.UU., quería que produjeran su próximo álbum. David Bowie rogó a Liam Howlett que colaborara. Él los rechazó a todos.
The Fat of the Land fue lanzado cuando The Prodigy aún estaban en la cima de la notoriedad de Firestarter, de 1996. El sencillo principal del álbum había provocado un gran revuelo cuando se emitió el vídeo en Top of the Pops. Con los ojos muy abiertos y el pelo con vida propia, Flint parecía el mismísimo diablo. Rodado en un blanco y negro resbaladizo, había salido de las profundidades de un túnel ondulado para pronunciar frases tan devastadoras como “I’m the self-inflicted, mind detonator”, una letra que se basaba en los problemas de autoestima que había sufrido a lo largo de su vida.
Los padres se quejaron de que el vídeo había asustado a sus hijos, y la BBC prohibió la promoción de Firestarter. Pronto se desató un pánico moral de la vieja escuela: “Prohíban este disco de fuego maldito”, exigió el Mail on Sunday.
Hoy en día, parece ridículo que alguien haya podido asustarse de Keith Flint: se parece más a un malo de Doctor Who que a una visión de pesadilla. Pero sacar un sencillo titulado Smack My Bitch Up fue considerado, con razón, de mal gusto. The Prodigy afirmó que la canción era un homenaje a la cultura del hip hop “B-boy”, y que la línea ofensiva procedía de Give the Drummer Some, del grupo de rap favorito de Howlett, Ultramagnetic MCs.
“Al fin y al cabo”, dijo Keith Flint a Rolling Stone, “las chicas que vienen a nuestros conciertos son chicas duras, y no lo ven así. Si una chica con un vestido largo de florecitas decide que hay una banda en algún lugar que canta sobre ‘cachetear a las per**s’, vamos a ser un poco beligerantes. No nos conocen. Nunca nos conocen. Nunca lo harán”.
“Es tan ofensivo”, explicó Howlett en la misma entrevista, “que en realidad no puede significar eso. Ahí está la ironía”.
Howlett nunca expresó su arrepentimiento. Sin embargo, Richard Russell, de su sello discográfico XL, se arrepintió de Smack My Bitch Up. Abordó la polémica en sus memorias de 2020, Liberation Through Hearing.
“¿Es arte? Sí, casi, y gran parte del arte no es agradable”, escribió. “¿Ha habido alguna mujer maltratada por culpa de The Prodigy? Mi instinto me dice que no. Pero, ¿cómo puedo estar seguro? Entonces, ¿me arrepiento de haber sacado un sencillo en XL con el título ‘Smack My Bitch Up’? No. Pero dudo que lo vuelva a hacer”.
Increíblemente, The Fat of the Land también incluía una cita (ligeramente alterada) del secuaz de Hitler, Hermann Göring. “No tenemos mantequilla, pero les pregunto: ‘¿Prefieren tener mantequilla o armas? ¿Importamos mantequilla o acero?’ Déjenme decirles que la preparación nos hace poderosos. La mantequilla solo nos hace engordar”.
No fueron los primeros rockeros fuera de la ley que coquetearon con los improperios e imágenes nazis. Bowie declaró en 1976 que Hitler fue “una de las primeras estrellas del rock”. Ian Curtis, de Joy Division, gritó desde el escenario: “¿Ya se olvidaron todos de Rudolf Hess?” (y “Joy Division” era en sí mismo una referencia a la esclavitud sexual en los campos de concentración).
Se trata de un tabú tan antiguo como el propio rock. Ya en 1966, Brian Jones, de los Rolling Stones, subió al escenario de Múnich con un uniforme nazi. Y los atuendos fascistas estaban de moda en los primeros años del punk, con Siouxsie Sioux y Sid Vicious entre los que coqueteaban con la iconografía del Tercer Reich. Sin embargo, la sensación en 1997 era que The Prodigy debería haberlo sabido.
“Simplemente encajaba bien con todo el ambiente del álbum”, declaró Howlett a Rolling Stone. “No obviamente desde el punto de vista nazi, sino de la cultura B-boy. Me asustó cuando lo leí. Es una cita tan poderosa, pero realmente aterradora: mantequilla o armas. Se me quedó en la cabeza. Pensé que era perfecta para lo que queríamos”.
The Fat of the Land sigue siendo muy querido por los fans, un grupo demográfico nada desdeñable. “El enorme séquito mundial de fans adora el álbum, pero creo que los medios de comunicación contemporáneos tendrían dificultades para defender Smack My Bitch Up ahora, así que es mejor no celebrar los álbumes problemáticos”, señala Martin James, profesor de industrias creativas y culturales en la Universidad Solent de Southampton y autor de varios libros sobre The Prodigy.
“Los fans del hip-hop de la época reconocían que la frase significaba ‘yo mismo me ocupo de mis asuntos’, por lo que hablaba de la misoginia del hip-hop y de la afición de Liam Howlett a la cultura del hip-hop. Hay mucho que desentrañar en ese tema y cómo la misoginia pasiva era fundamental en la época de [la revista] Loaded de los 90”.
El legado nunca fue algo que preocupara demasiado a The Prodigy. Con su primer éxito, Charly, se convirtieron en los rostros de la cultura rave, pero pronto abandonaron la escena, pues consideraron que había perdido su espíritu disidente. E incluso cuando The Fat of the Land batió récords de ventas, se mantuvieron alejados del mainstream.
“The Prodigy siempre fueron marginados por elección propia. Se alejaron del hardcore rave antes que nadie”, dice James. “Tocaron en locales de rock como el Marquee antes de que estuviera bien que las bandas dance lo hicieran. Tocaban en festivales cuando la mayoría de los ravers todavía se presentaban en lugares pequeños. Se negaron a salir en la televisión, aparte de una de sus primeras actuaciones en el programa de Normski [Dance Energy en BBC Two]. Se negaron a hacer cualquier cosa que fuera solo por la exposición. Permanecieron en un sello independiente cuando las grandes discográficas hacían cola”.
En última instancia, quizá la lección sea que The Prodigy estaban decididos a ser The Prodigy, para bien o para mal. Esa fue su mayor fuerza, la que les dio la confianza para ir más allá del rave y combinar sin miedo los géneros aparentemente dispares del punk y la electrónica. Y quizás también fue una debilidad.
“Liam tardó años en sacar la continuación, Always Outnumbered, Never Outgunned [de 2004], pero el público no lo aceptó y los medios de comunicación lo ignoraron”, comenta Martin James. “Hablé con el director de Radio 1 en aquella época y me dijo que no ponían a The Prodigy porque eran demasiado agresivos, demasiado aterradores para la época. Era 2004: no había espacio para The Prodigy entre toda esa positividad del nuevo milenio”.
Si el mainstream no quería a The Prodigy, parecía que el sentimiento era recíproco. Y cuando los focos se movieron, no tuvieron prisa por reclamarlos (y, en todo caso, aumentaron su infamia con el sencillo de 2002 Baby’s Got a Temper y un estribillo que hace referencia “juguetonamente” a la droga de la violación Rohypnol). Así que, en lo que respecta a por qué The Fat of the Land no se celebra como un clásico, quizá la respuesta sea que The Prodigy simplemente nunca quiso formar parte del panteón de nadie más que de ellos mismos.