Desde los cruasanes hasta la salsa de pizza: los platos nacionales que no vienen de donde creemos
Un historiador de la gastronomía generó polémica tras afirmar que “no existe” la cocina italiana, lo que generó un gran debate sobre los orígenes de los alimentos. Es por eso que quizá deberíamos cuestionar nuestras creencias sobre los “platos nacionales”, escribe Hannah Twiggs
La idea de ponerle salsa de tomate a la pizza nació en lo que hoy es Estados Unidos y no en Italia. Esta noticia ha caído tan bien entre los “gastronacionalistas” italianos como ponerle crema a la carbonara.
En un nuevo libro titulado La Cucina Italiana Non Esiste (literalmente, La cocina italiana no existe), el historiador de la gastronomía Alberto Grandi afirma, entre otras cosas, que los italianos recién descubrieron la salsa de tomate en el siglo XIX, cuando emigraron al continente americano, de donde es originaria la planta.
En diálogo con el diario italiano La Repubblica, el experto afirmó: “La salsa de tomate se convirtió en un ingrediente de la pizza en Estados Unidos. Antes, solo era una focaccia sin condimentar, a veces con algunos pedazos de tomate por encima”.
No es la primera vez que Grandi, profesor de historia empresarial y de historia de la integración europea en la Universidad de Parma, desmiente públicamente los mitos que rodean a la gastronomía de su propio país (famosa por ser muy defendida). De hecho, se gana la vida haciéndolo.
Durante una entrevista concedida a FT el año pasado, aseguró que, tanto el parmesano como el panettone e incluso la carbonara y el tiramisú, no son italianos en esencia. Quizá lo más controversial que dijo fue que el parmesano producido en Wisconsin era más auténtico que el italiano porque se parecía más al queso original fabricado en la región de Parma-Reggio hace un milenio. Sin duda, un hombre valiente.
Si bien la periodista, que era italiana, explicó que oír a un experto decir que la cocina nacional “está fundada en mentiras” era como enterarse de un secreto familiar perturbador, otros compatriotas reaccionaron con mucho enojo. En la misma línea, Coldiretti, una poderosa asociación agrícola italiana, describió el artículo como “una crítica absurda a los platos simbólicos de la cocina italiana”. Por su parte, Grandi bromeó en su pódcast, también polémico, y expresó que “solo debería salir [de su casa] escoltado por guardaespaldas, como Salman Rushdie”.
Entonces, uno pensaría que el historiador no sería capaz de publicar un libro en el que afirma que, literalmente, no existe la comida italiana como tal. Sin embargo, no tardó en señalar que, en realidad, nunca ha cuestionado la calidad de la comida o los productos italianos. “La cuestión es que confundimos la identidad con el origen. Este último es el resultado de una mezcla de culturas” declaró a La Repubblica. “Nos equivocamos al hablar de identidad, puesto que la gastronomía cambia continuamente”, agregó. Por ejemplo, los italianos y los franceses son los mayores consumidores de sushi de Europa. Y, aunque asegura que para probar el verdadero Parmigiano-Reggiano que comían nuestros abuelos tendríamos que ir a Wisconsin, no niega que el parmesano italiano sea el mejor de todos.
Tiene razón. Hoy en día, el tomate se percibe como un ingrediente característico de la gastronomía europea desde siempre; pero, en realidad, es bastante nuevo. Y, desde luego, no es originario de Italia. Los españoles lo descubrieron en Centroamérica en el siglo XVI y lo llevaron a Europa en el marco de lo que se conoció como el “intercambio colombino”: la transferencia de plantas y animales entre el viejo y el nuevo mundo. De no haber existido ese proceso histórico, todas las cocinas tendrían hoy un aspecto y un sabor muy diferentes. No habría naranjas en Florida, por ejemplo. Ni chiles en Asia. Ni café en Colombia. Ni chocolate en Suiza. Ni cigarrillos en Francia.
En un principio, los tomates no tuvieron éxito en el viejo continente, en parte debido a que la planta se parecía a su prima letal la solanácea, y en parte debido a lo que sería el primer caso de fake news (noticias falsas) que circularon después de que algunos europeos de clase alta murieran tras comer tomates. (En realidad, fue a causa de una intoxicación por el plomo que contenía su vajilla de peltre).
Los primeros rastros de la pizza se remontan a las civilizaciones egipcias, griegas y romanas. Lo más parecido que consumían era pan plano, que surgió por primera vez en Italia, en Nápoles, durante el siglo XVIII. Para atender las demandas de una población en aumento, los vendedores ambulantes de la ciudad empezaron a ofrecer panes planos decorados con ingredientes sencillos como manteca de cerdo, ajo, sal, albahaca y, solo algunas veces, con queso y tomates frescos. De hecho, la pizza Margarita nació cuando la reina Margarita pidió que un cocinero llamado Raffaele Esposito le preparara el tan aclamado plato. Su favorita fue la que tenía rodajas de tomate, albahaca y mozzarella, ingredientes que representaban los colores de la bandera italiana.
Aunque los tomates frescos se utilizaban habitualmente en la pizza, Grandi sugiere que la pizza rossa, o la pizza con salsa tomate, surgió cuando los italianos emigraron masivamente hacia Estados Unidos en el siglo XIX y aprovecharon los ingredientes que encontraron allí. Sería lógico, ya que la industria envasadora acababa de emerger con el objetivo de conservar los ingredientes frescos y agilizar los procesos en la cocina. La pizza se volvió extremadamente popular en Estados Unidos: era barata, fácil de hacer y, obviamente, muy rica. Tanto es así que, según Grandi, durante la época de la Segunda Guerra Mundial había más pizzerías en Estados Unidos que en Italia. “Cuando los soldados estadounidenses desembarcaron en Sicilia, se sorprendieron al darse cuenta de que casi no había pizzerías”, escribió el académico. Asimismo, según el historiador, también fueron los años en los que se inventaron los espaguetis a la carbonara, con el tocino, el queso y los huevos en polvo que trajeron las tropas americanas.
Aunque Estados Unidos ha tenido una influencia muy grande, a los italianos no les hace mucha gracia que se vuelva a poner en duda la autenticidad de su gastronomía.
Michele Pascarella, propietario del restaurante Napoli on the Road, ubicado en Londres, quien ha recibido numerosos premios por su pizza (clasificada como la octava mejor de Europa) y fue nombrado el mejor pizzero del mundo el año pasado, sostiene que no se trata de quién lo hace primero, sino de quién lo hace mejor. “Italia es un país con una gran cultura gastronómica, transmitida de generación en generación, que no necesita ganar ningún concurso sobre quién lo hizo primero”, me dice. Y luego, agrega: “Nuestra cocina es envidiada en todo el mundo y aún hoy nos seguimos destacando. Alberto Grandi es el terraplanista de la gastronomía”.
Este tipo de clasicismo culinario existe en cuanto a otras gastronomías, aunque no suele expresarse con tanta vehemencia. Siempre me ha parecido extraño, ya que muchos de los alimentos que creemos que son simbólicos de un determinado país en realidad no son originarios de allí.
Por ejemplo, los cruasanes. No son franceses; se inventaron en Viena (Austria), donde los bollos con forma de luna datan de hace siglos. Su historia es tan poco precisa como la de la pizza. Algunos dicen que se los regalaron al duque Leopoldo en 1227 como obsequio navideño; otros, que los panificados en forma de medialuna que imitan el símbolo de la bandera turca se prepararon para celebrar la derrota del Imperio Otomano en el siglo XVII. En otros lugares, aseguran que los parisinos adaptaron la receta tras el cierre de la primera panadería vienesa en 1838. De cualquier manera, la historia más conocida es que la reina María Antonieta, nacida en Viena, extrañaba tanto los bollos austriacos que hizo que sus panaderos franceses se los prepararan.
Sea cual sea la verdad, los franceses no se quejan mucho de la discusión en torno a su alimento más emblemático.
Tampoco vemos a los japoneses protestando por la tempura ni a los indios por el vindaloo. A decir verdad, ambos platos son originarios de Portugal. En el siglo XVI, los misioneros católicos introdujeron en Japón el método occidental de fritura, mientras que el nombre vindaloo deriva de la frase en portugués vinha de alhos, que hace referencia a los dos ingredientes principales del plato: el vino y el ajo. Estos dos últimos eran originalmente un método que utilizaban los marineros portugueses para conservar los ingredientes frescos, pero le agregaron especias y ajíes al arribar a las costas de Goa, lo que resultó en uno de los currys más famosos, y picantes, del mundo.
Por otro lado, los portugueses ni siquiera pueden reivindicar su famosa salsa piri piri como propia. Al igual que lo que sucede con los tomates en Italia, el chile ojo de pájaro utilizado para prepararla no es originario de Portugal. Se descubrió en el continente americano en el siglo XV, durante la era mercantil (o mejor dicho, imperial) portuguesa, y se trasladó a las colonias africanas para cultivarlo y venderlo a Asia y Europa. Así nació el comercio mundial de especias. Sin embargo, Portugal no formó parte de esas rutas hasta los últimos años de la década de los sesenta.
Marco Mendes, cofundador de MJMK Restaurants, el grupo que opera la franquicia portuguesa especializada en pollo piri piri Casa do Frango, no tiene problema en reconocer que la gastronomía de su país no sería lo mismo sin el cuestionado intercambio comercial que introdujo tantos ingredientes en Portugal. “No hay duda de que, de una forma u otra, tiene que ver con las antiguas actividades comerciales portuguesas. Pero creo que, a su vez, los países y las personas que formaron parte de esa época enriquecieron mucho la gastronomía de Portugal”, me cuenta.
Con todo esto en mente, me pregunto: ¿realmente importa quién fue el primero en ponerle salsa de tomate a la pizza? ¿O de dónde es el cruasán? Reconocer que la gastronomía de un país puede haber influido en de otro no significa ser cómplice de la apropiación cultural. Por más que te esfuerces, no encontrarás ningún plato en un menú que no esté relacionado históricamente con las guerras, la política, la economía, la emigración o la pobreza.
Se entiende entonces por qué los italianos defienden con tanta pasión su identidad. No se convirtieron en un país unificado hasta el siglo XIX, en comparación con sus vecinos mucho más antiguos y consolidados. En efecto, la cocina italiana fue declarada Patrimonio Cultural Inmaterial de la Unesco apenas el año pasado.
Pascarella señala que no se trata de quién fue el primero, sino de quién lo hace mejor. Aunque incluso la cuestión no fuera esa, ¿no deberíamos preguntarnos cómo podemos hacerlo mejor juntos? Al fin y al cabo, la comida se disfruta más cuando se comparte.
Traducción de María Luz Avila