En espera de asilo en EEUU, migrantes improvisan su vida en campamentos en Ciudad de México
″¡Listo! ¡Listo, papá, listo!”, exclama Eliezer López. Lanza los brazos al cielo, se persigna. La alegría de López contagia a sus amigos, quienes salen de unas carpas hechas de plástico y tablas para festejar.
López, un migrante venezolano de 20 años de edad que actualmente se encuentra en Ciudad de México, tenía motivos para alegrarse: tras varios intentos frustrados, pudo conseguir una cita para solicitar asilo en Estados Unidos.
Es uno de los miles de migrantes cuyo viaje hacia Estados Unidos los ha llevado a la capital mexicana, el punto más al sur hasta hace poco desde el que los migrantes pueden registrarse para solicitar una cita para pedir asilo a través de la aplicación móvil de la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza (CBP por sus siglas en inglés) conocida como CBP One.
Desde junio, cuando el gobierno del presidente Joe Biden anunció significativas restricciones para los migrantes que solicitan asilo, la aplicación se convirtió en una de las únicas formas de solicitar asilo en la frontera suroeste de Estados Unidos.
Esta política de asilo estadounidense y sus límites geográficos son parte de los factores que han impulsado la aparición de campamentos improvisados de migrantes en la capital mexicana, donde miles de personas esperan semanas, incluso meses, en el limbo, viviendo hacinadas, con deficientes servicios de higiene y pésimas condiciones.
Ciudad de México, de punto de tránsito a estancia temporal
Históricamente, Ciudad de México no era una parada habitual para los migrantes que iban al norte. Tratan de cruzar el país lo más rápido posible hasta llegar a la frontera con Estados Unidos. Pero los retrasos a la hora de conseguir una cita para solicitar asilo, junto con el peligro de las ciudades fronterizas del norte controladas por los cárteles y el aumento de la represión de las autoridades mexicanas contra los migrantes, han convertido a la capital de México en un destino temporal para miles de personas.
Algunos campamentos para migrantes han sido desmantelados por las autoridades de migració n o abandonados con el tiempo. Otros permanecen aún, como en el que López ha vivido los últimos meses.
Al igual que López, muchos migrantes han optado por esperar a conseguir una cita en la relativa seguridad de la capital. Pero en Ciudad de México enfrentan otras dificultades.
El espacio en los albergues para migrantes es limitado y, a diferencia de las grandes ciudades de Estados Unidos como Chicago y Nueva York —que en el invierno pasado se apresuraron a encontrar alojamiento para los migrantes que llegaban—, en Ciudad de México quedan mayoritariamente abandonados a su suerte.
Andrew Bahena, coordinador de la Coalición por los Derechos Humanos de los Inmigrantes (CHIRLA) explicó que hasta finales de 2023 la mayoría de migrantes se quedaban estancados en la ciudad sureña de Tapachula, en la frontera con Guatemala. Muchos trataban de ocultar su ubicación para sortear las limitaciones geográficas de la aplicación de CBP One. Pero cuando las autoridades estadounidenses se dieron cuenta, muchos de los migrantes comenzaron a ver a Ciudad de México como un destino para hacer sus citas desde allí, dijo.
Como resultado, ha habido un incremento en la población de migrantes en los campamentos de Ciudad de México.
“Hablamos de esto como externalización fronteriza y es algo que Estados Unidos y México llevan años aplicando conjuntamente”, afirmó Bahena sobre la estrategia de ambos países para extender virtualmente la frontera hacia puntos más al sur. “La aplicación CBP One es probablemente uno de los mejores ejemplos de eso hoy en día”.
“Estas personas son solicitantes de asilo, no son personas sin hogar que viven en México”, agregó.
Un enjambre de carpas y lonas
Cuando López llegó a Ciudad de México a finales de abril, pensó en alquilar una habitación, pero el precio lo hizo darse cuenta de que no era una opción.
López, quien trabajaba tres días a la semana en un mercado ambulante, ganaba 450 pesos mexicanos al día (aproximadamente 23 dólares). Le pedían 3.000 pesos (157 dólares) por persona por un cuarto compartido con desconocidos, un arreglo que se ha convertido en algo habitual en las ciudades mexicanas con población migrante.
“El campamento es un refugio”, dijo López. Los migrantes pueden compartir el espacio con gente conocida, evitar los toques de queda y las estrictas reglas de los albergues. También pueden alargar su estancia si es necesario.
Los campamentos son un enjambre de carpas y lonas. Algunos de los migrantes llaman a este espacio “ranchitos”: viviendas que ensamblan con tablas, cartones, lonas de plástico, cobijas y todo lo que encuentran para protegerse del aire helado de la montaña y de las intensas lluvias de verano que azotan a la ciudad.
En otro campamento, en el céntrico barrio de La Merced, cientos de carpas azules, amarillas y rojas llenan una plaza frente a una iglesia. Es uno de los más grandes de la capital y está a sólo 20 minutos a pie del corazón de la ciudad.
“Este es un lugar donde han llegado a vivir hasta 2.000 migrantes en el último año”, dijo Bahena. “El 40% de ellos son niños”.
Ante la necesidad, los migrantes que viven en La Merced se han organizado como una pequeña ciudad. Construyeron una bomba improvisada de agua que la traslada de la red pública y la distribuye en un horario fijo. Cada carpa recibe cuatro cubetas al día.
“Al principio había muchos problemas, mucha basura, y eso no les gustaba a las personas aquí en México”, dijo Héctor Javier Magallanes, un migrante venezolano que lleva nueve meses esperando su cita para pedir asilo en Estados Unidos. “Nosotros nos encargamos de eliminar todo eso poco a poco”.
Viendo como el flujo de migrantes no paraba, decidió formar un grupo de 15 personas para encargarse de la seguridad e infraestructura del campamento.
A pesar de estos esfuerzos, sus residentes no han podido evitar brotes de enfermedades, a veces, empeoradas por las variaciones del clima.
Keilin Mendoza, una mujer hondureña de 27 años, explicó que sus hijos enferman constantemente de gripe, especialmente su niña de 1 año de edad.
“Ella es la que más me preocupa porque es la que más me cuesta recuperarla”, dijo. Mendoza ha acudido a la atención médica que organizaciones humanitarias proporcionan en los campamentos, pero los recursos son limitados.
Según Israel Reséndiz, coordinador del equipo móvil de Médicos Sin Fronteras, la incertidumbre en los campamentos también afecta considerablemente la salud mental de los migrantes. “No es lo mismo que una persona esté esperando la cita cuando tiene un recurso”, explicó. “A lo mejor puede rentar un hotel, una habitación o tiene algún recurso para tener comida”. La mayoría, apunta, carece de eso.
La Secretaría de Inclusión y Bienestar Social y la Secretaría de Gobernación de Ciudad de México no respondieron a una solicitud de comentarios de The Associated Press sobre los campamentos. Representantes de prensa de Clara Brugada, nueva jefa de gobierno de la capital mexicana, dijeron que el tema debe discutirse primero a nivel federal.
En tanto, las tensiones entre los vecinos y los residentes de los campamentos se han intensificado, y en ocasiones han tenido como resultado el desalojo masivo de migrantes.
A finales de abril, vecinos de la elegante y céntrica colonia Juárez bloquearon algunas de las calles más transitadas de la ciudad entre consignas de: “¡La calle no es un albergue!”.
Eduardo Ramírez, uno de los organizadores de la protesta, dijo que es tarea del gobierno “ayudar a esta pobre gente que viene de sus países buscando algo mejor y que tuvieron la mala fortuna de pasar por México”.
“Se quedaron dormidos en la calle porque el gobierno los abandonó”, dijo.
En otro campamento de unas 200 familias en el barrio norteño de Vallejo, las tensiones y el miedo han aumentado.
“Un día le tiraron a un niño agua con cloro, a otro le tiraron agua caliente”, dijo Sonia Rodríguez, una mujer salvadoreña de 50 años que vive en el campamento.
A pesar de haberse esforzado en construir un “ranchito” lo más digno posible —con parrilla para cocinar, literas y televisión—, su mirada se apaga cuando recuerda que ha vivido así desde hace diez meses: en un campamento improvisado y ya no su casa, con sus cosas, su vida normal.