La violencia los obligó a migrar; ahora su fe mantiene viva la esperanza de llegar a EEUU
Noche tras noche, hincada frente a su casa en el centro de México, Érika Hernández pasó seis semanas hablando con Dios.
“No permitas que mi hijo se vuelva un criminal”, rezó con las palmas unidas frente al pecho. “No quiero que se convierta en asesino”.
Érika temía que su hijo fuera víctima de reclutamiento forzado. La paciencia de la Familia Michoacana, cártel de las drogas que intentó persuadirlo de participar en uno de sus negocios en el Estado de México, se agotó rápidamente. De ahí el secuestro, la venganza y el terror.
“Le pedía mucho a Dios. Lloraba y me metía en ayuno. Mi fe era muy grande”, recuerda la mexicana de 46 años.
Por fortuna, Dios la escuchó. Su hijo escapó a fines de junio y, para evitar que la ira del narco masacrara a su familia, Érika y diez de sus seres más queridos decidieron migrar.
“Nosotros nunca habíamos pensado irnos a Estados Unidos”, asegura. Su familia tenía una buena vida. Eran dueños de terrenos, huertos de aguacate, vehículos y muchos animales. “Pero siempre le digo a mis hijos: vale más la vida de uno que todos los bienes del mundo”.
En su camino hacia Estados Unidos cruzaron cerros y carreteras. Treparon a buses y taxis. Tres meses después de iniciado el trayecto, a finales de septiembre, tocaron la puerta del albergue Movimiento Juventud en Tijuana, en la frontera mexicana con Estados Unidos, y ahora esperan una oportunidad para hacerse de un hogar seguro.
Érika y su familia se suman a los 10.000 migrantes que diariamente llegan hasta los límites de México y su vecino del norte, dijo hace poco el presidente Andrés Manuel López Obrador. Poco antes, la mayor empresa ferroviaria del país anunció la suspensión de las operaciones de sus trenes debido a que las aglomeraciones de migrantes sobre sus vagones provocaron accidentes.
Las poblaciones de los albergues de las ciudades fronterizas mexicanas suelen estar encabezadas por venezolanos, haitianos y centroamericanos, pero en algunos refugios de Tijuana el flujo de mexicanos ha incrementado. La mayoría, como Érika, migra para escapar de la violencia, la extorsión y las amenazas del narco.
Por eso, para muchos, la fe es vital. No la llevan en rosarios, sino en el pecho. En la oración silenciosa de su propia intimidad.
José Guadalupe Torres acudió a Dios tan pronto dejó su casa en Guanajuato, otro estado del centro de México. Sus motivos fueron similares a los de Érika: un cártel de las drogas amenazó con destrozar a su familia.
“Unos nos fuimos para un lado y otros para el otro”, cuenta el hombre de 62. “Pero Dios está con todos nosotros en donde sea”.
Ahora, dice como si intentara que sus palabras no se ahogaran en su tristeza, reza para que el gobierno de Estados Unidos le dé una cita que le permita ingresar de manera legal.
El gobierno de Joe Biden estableció este año que todo migrante que desee entrar a Estados Unidos debe iniciar un trámite a través de una aplicación que le ha dado varios dolores de cabeza a los migrantes y a quienes los asesoran. Por lo mismo, miles se arriesgan a cruzar sin autorización.
“Éste es un tiempo preciso para predicarles la palabra de Dios”, dice el pastor evangélico Albert Rivera, quien ofrece un techo y guía espiritual a los casi 400 migrantes que acoge en Ágape, un refugio cercano.
Muchas personas llegan deprimidas, dice el pastor. Vieron morir a un hijo, sufrieron el secuestro de un familiar o perdieron todo para pagar la cuota que pidió algún criminal de su pueblo.
“Hemos tenido mujeres que sus esposos son sicarios y los enemigos de sus esposos les cayeron a balazos a su casa diciendo que van a matarlas a ellas y a sus hijos”, cuenta el pastor.
Por eso, la fe ha cobijado a varios migrantes refugiados en Ágape. Mariana Flores, quien huyó de Guerrero con su marido y su hijo de 3 años luego de que el crimen organizado secuestrara temporalmente a su pareja, cuenta que ya era creyente pero en Ágape renovó su espiritualidad.
“De repente estamos tristes y no se siente uno bien, pero cuando hay días de culto se nos olvida un poquito y nos ayuda a seguir echándole ganas”, dice la mexicana de 25 años.
Miguel Rayo, un hombre de 47 que migró desde el mismo estado del centro de México, dice que dejó su casa prácticamente con las manos vacías pero guarda una Biblia digital en su teléfono. “La leo cuando estoy resfriado, cuando lo necesito. Queremos regenerarnos, acercarnos a Dios”.
Ágape recibe a migrantes de cualquier fe o ideología, pero se les invita a los servicios de los miércoles, viernes y domingos. También se ora en los dormitorios varios días por semana y los mismos migrantes se encargan de organizar el rezo.
A pocos kilómetros de ahí, Casa del Migrante también ofrece cobijo espiritual. Fundado por la congregación católica de los misioneros scalabrinianos en 1987, es un albergue que provee un techo temporal, asesoría jurídica y mentoría para que los migrantes consigan trabajo y escuelas para sus hijos.
Cada miércoles, durante la misa semanal que ofrece el padre Pat Murphy, los migrantes pueden participar compartiendo sus vivencias y preocupaciones. “Es una misa muy bonita, un tiempo de compartir”, dice Alma Ramírez, quien llegó como voluntaria hace un año y recientemente se integró como trabajadora de tiempo completo.
El albergue solía recibir únicamente a hombres deportados de Estados Unidos, pero desde que incrementó el flujo migratorio en 2019 empezó a acoger a familias enteras y miembros de la comunidad LGBT.
“Tenemos personas desplazadas internas, mexicanos que tienen que salir de estados del sur y del centro por situaciones de violencia, principalmente del narcotráfico”, agrega la trabajadora.
Para muchos de ellos, la imagen que cuelga de una pared del patio principal brinda esperanza: una representación de la Virgen de Guadalupe.
“Hay personas que llegan a la puerta y, cuando les decimos que sí pueden ingresar, nos dicen: ’Desde que llegué y vi a la Virgen, supe que todo estaría bien'”, cuenta Alma.
Tanto en Casa del Migrante como Ágape, algunos piden al padre Pat y al pastor Albert que los bautice y muchos más solicitan que acompañen sus rezos. Temen por sus familias, por lo que dejaron atrás y por lo que les espera durante el viaje que esperan continuar rumbo a Estados Unidos.
“Ábreme las puertas, Señor, para que pueda cruzar”, es la oración que les sugiere el pastor.
“Imagina la experiencia de fe”, dice el religioso. “Llegas a un lugar sintiéndote quebrantado, pero entonces ruegas a Dios, llenas tu aplicación, te dan cita y llegas a Estados Unidos”.
“Eso nunca lo van a olvidar”.
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