Arqueólogos hallan esculturas humanas de tamaño real en una tumba antigua de Pompeya
Los nuevos descubrimientos desafían las viejas suposiciones sobre el rol de la mujer en la sociedad, escribe Emily Hauser

Los visitantes de Pompeya, la antigua ciudad romana sepultada y preservada por la erupción del Vesubio en el año 79 d.C., rara vez miran más allá de sus murallas. Y no es de extrañar: la ciudad ofrece un espectáculo fascinante, con frescos que narran mitos como el de Helena de Troya, un anfiteatro imponente y baños decorados con elegancia.
Sin embargo, al cruzar los límites de la ciudad, se revela otro mundo —distinto, pero igualmente significativo— que suele pasar desapercibido.
Para los antiguos romanos, las carreteras que conectaban las ciudades eran mucho más que simples rutas de transporte: representaban auténticos “caminos de la memoria”. A lo largo de estos caminos solían alinearse tumbas, desde sencillos monumentos con inscripciones conmemorativas hasta elaboradas estructuras diseñadas para acoger banquetes en honor a los difuntos, donde amigos y familiares podían rendir homenaje y mantener vivo su recuerdo.
Algunas tumbas romanas incluso parecen hablar directamente al transeúnte, como si su ocupante pudiera alzar la voz desde el más allá para compartir una última lección. Un ejemplo notable en Pompeya es el del liberto Publio Vesonio Fileros, cuya tumba comienza con una frase cargada de cortesía y advertencia: “Forastero, detente un instante, si no te causa molestia, aprende de mis errores”.
Entrar y salir de Pompeya era, para los antiguos, una experiencia cargada de memoria: un recordatorio de cómo se vivía y cómo se moría, una invitación a rendir homenaje a quienes recorrieron el camino antes y a aprender de sus vidas.
Por eso, el reciente descubrimiento de una tumba monumental, coronada por esculturas de tamaño natural de un hombre y una mujer justo a las afueras del sector este de la ciudad, representa mucho más que un hallazgo arqueológico fascinante. También representa un llamado a detenerse y recordar a quienes alguna vez vivieron y murieron en esta vibrante ciudad italiana.

La característica principal de la tumba es un gran muro con varios nichos donde, probablemente, se colocaron urnas con restos incinerados. Este muro está coronado por una impresionante escultura en relieve que muestra a una mujer y a un hombre,
de pie uno junto al otro, aunque sin tocarse.
Un detalle llamativo es que la figura femenina es ligeramente más alta, con una altura de 1,77 metros, mientras que la del hombre mide 1,75 metros. Ella aparece vestida con una sencilla túnica, manto y velo, elementos tradicionales que simbolizan la feminidad en la cultura romana. En su cuello destaca un llamativo colgante en forma de media luna, conocido como lúnula, que, por su antigua asociación con los ciclos lunares, representa la fertilidad y el nacimiento femeninos. Él, en contraste, lleva la toga romana por excelencia, prenda que lo identifica de inmediato como un ciudadano romano varón, orgulloso de su estatus y pertenencia.
¿A quién representan realmente estas estatuas?
En arqueología, la suposición más habitual ante la representación de un hombre y una mujer juntos en una tumba es que se trata de una pareja: marido y esposa. Sin embargo, en este caso, hay un detalle revelador que sugiere algo distinto. La mujer sostiene en su mano derecha una rama de laurel, un objeto simbólico que las sacerdotisas utilizaban para avivar el humo del incienso y las hierbas durante los rituales religiosos.
En la antigua Roma, las sacerdotisas gozaban de un estatus inusualmente elevado para mujeres de la época, y se ha planteado la posibilidad de que esta figura femenina representara a una sacerdotisa de la diosa Ceres, la versión romana de Deméter, diosa de la agricultura y la fertilidad.
Así que esta sacerdotisa de alto estatus aparece representada junto a un hombre. La inclusión de los símbolos que reflejan su rol religioso junto a los atributos de él —como su toga, que lo identifica como togatus o ciudadano romano— indica que ella no está allí como mera acompañante, sino como figura con autoridad propia, reconocida por su contribución a la sociedad pompeyana. Podría tratarse de su madre, o tal vez de una figura aún más relevante en la comunidad, lo que incluso explicaría su representación ligeramente más alta. Sin una inscripción que aclare la relación entre ambos, su identidad exacta sigue siendo un misterio. La cuestión central es clara: una mujer no necesita ser esposa para estar al lado de un hombre.
Lo fascinante es que esta revelación no se limita a Pompeya. En mi nuevo libro, Mythica, que no se centra en las mujeres de Roma, sino en las de la Grecia de la Edad de Bronce, he constatado cómo los recientes descubrimientos arqueológicos están desafiando, una y otra vez, las viejas suposiciones sobre el rol de la mujer en la sociedad y la importancia de sus funciones.

Un ejemplo fascinante proviene de un entierro real en Micenas, datado en la Edad de Bronce Tardía: una mujer y un hombre fueron sepultados juntos en la necrópolis real, unos 1.700 años antes de que la erupción del Vesubio arrasara Pompeya. Como era habitual, los arqueólogos que realizaron el hallazgo asumieron de inmediato que la mujer era la esposa del hombre. Sin embargo, el análisis de ADN cambió por completo el enfoque.
En 2008, el análisis de ADN realizado a ambos esqueletos reveló que no eran marido y mujer, sino hermanos. Ella había sido enterrada en la necrópolis real no por matrimonio, sino por derecho de nacimiento: era miembro de la familia real por linaje, no por alianza. En otras palabras, estaba allí en sus propios términos.
Desde la brillante Micenas hasta las cenizas de Pompeya, los restos del mundo antiguo nos ofrecen una narrativa muy diferente de la que durante siglos dimos por sentada. Nos muestran que una mujer no tenía que ser esposa para tener presencia, poder o significado.
Por eso, vale la pena prestar atención al consejo de nuestro viejo conocido Publio. Observemos los entierros del pasado. Escuchemos lo que nos enseñan. Y aprendamos.
Emily Hauser es profesora titular de Clásicas en la Universidad de Exeter.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation y se distribuye bajo licencia Creative Commons. Leer el artículo original.
Traducción de Leticia Zampedri