Un barco con 180 refugiados se esfuma. Una llamada frenética ayuda a desentrañar el misterio
El 1 de diciembre pasado, un barco con 180 refugiados rohinya zarpó de Bangladesh rumbo a Indonesia
El viento había hecho crecer las olas a casi tres veces la estatura de la mujer cuando su voz aterrorizada crepitó por el teléfono.
“¡Nuestro barco se ha hundido!”, gritó Setera Begum, mientras la tormenta amenazaba con arrojarla a ella y a otras 180 personas al mar negro como la tinta al sur de Bangladesh. “¡Sólo la mitad sigue a flote!”.
En el otro extremo de la llamada, a cientos de kilómetros de distancia en Malasia, estaba su esposo, Muhammed Rashid, quien respondió el teléfono a las 10:59 p.m. el 7 de diciembre de 2022. No había visto a su familia en 11 años. Y apenas unos días antes se había enterado de que Setera y dos de sus hijas habían huido de la creciente violencia en los campos para refugiados de la etnia rohinya en Bangladesh.
Ahora, Rashid temía que el frenético intento de escapar de su familia les costaría precisamente eso que trataban de salvar: sus vidas. Pues a pesar de las súplicas de Setera, no llegaría ninguna ayuda ni para ella ni para los bebés, el niño de 3 años que le tenía miedo al mar o varias mujeres embarazadas que también estaban a bordo.
Rashid escuchó la voz aterrorizada de su esposa con un temor creciente.
“¡Oh, Alá! ¡Lo hundieron las olas!”, se lamentó Setera. “¡Lo hundió la tormenta!”.
La llamada se desconectó.
Rashid trató de devolver la llamada. A bordo del barco, sonó el teléfono satelital, pero nadie respondió.
Rashid lo intentó de nuevo. Lo intentó más de 100 veces.
El teléfono sonó hasta descargarse.
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Los rohinya son un pueblo que nadie quiere.
Esta minoría musulmana apátrida ha sufrido décadas de persecución en su tierra natal, Myanmar, donde la mayoría budista los considera intrusos desde hace mucho tiempo. Alrededor de un millón han huido a través de la frontera a Bangladesh, sólo para encontrarse atrapados durante años en un campo escuálido y como rehenes de políticas migratorias que casi no les han dado salida.
Así que, en un intento por llegar a algún lugar —a cualquier lugar— seguro, se están haciendo a la mar.
Es una apuesta de vida o muerte. El año pasado, más de 3.500 rohinyas intentaron cruzar la bahía de Bengala y el mar de Andamán, un aumento del 360% con respecto al año anterior, según cifras de Naciones Unidas, las cuales casi con seguridad son subestimadas. Al menos 348 personas murieron o desaparecieron, el mayor número de muertos desde 2014.
Es imposible saber si alguna de esas vidas podría haber sido salvada, porque para empezar casi nadie intentó salvarlas. En cambio, los rohinyas a menudo son abandonados y dejados morir en el agua, al igual que en tierra. Incluso cuando las autoridades sabían la ubicación de los barcos en los últimos meses, sus repetidas súplicas a las autoridades marítimas para rescatar a algunos de ellos han sido ignoradas, dice la Agencia de la Organización de las Naciones Unidas para los Refugiados.
Los gobiernos ignoran a los rohinyas porque pueden. Aunque muchas leyes internacionales ordenan el rescate de embarcaciones en peligro, exigir su cumplimiento es difícil.
Anteriormente, las naciones costeras de la región buscaban barcos en problemas sólo para empujarlos a las zonas de búsqueda y rescate de otros países, asegura Chris Lewa, director del Arakan Project (Proyecto Arakan), que monitorea la crisis de los rohinya. Ahora, sin embargo, rara vez se molestan en buscar.
Los afortunados son remolcados finalmente a la costa de Indonesia por pescadores locales. No obstante, incluso el rescate puede ser peligroso: una empresa petrolera vietnamita salvó un barco y luego entregó de inmediato a los rohinyas al mismo régimen letal en Myanmar del que habían huido. Y las propias autoridades de Myanmar patrullan en busca de migrantes rohinya.
No hay razón por la que los gobiernos regionales no puedan coordinarse y rescatar a estos barcos, asegura John Quinley, director del grupo de derechos humanos Fortify Rights (Fortalecer Derechos).
“Fue una falta total de voluntad política y extremadamente cruel”, dice. “La responsabilidad y la obligación de verdad recae en todos”.
Varios países de la región no respondieron de momento a las solicitudes de comentarios.
Las razones de por qué los rohinyas escapan están escritas en rostro tras rostro demacrado, en los ojos angustiados y en los hombros caídos.
Cualquier esperanza que alguna vez existió en los campamentos en Bangladesh murió hace mucho tiempo, reemplazada por una tristeza estoica y un miedo palpable. Estas son personas que han terminado por no esperar nada, y que con frecuencia obtienen eso o algo peor.
La mayoría de los rohinyas en estos campos huyeron de lo que Estados Unidos declaró un genocidio en Myanmar en 2017. Sin embargo, en los últimos años, los asesinatos brutales por parte de pandillas y grupos radicales en guerra —muchos a plena luz del día— se han vuelto comunes.
Los incendios son frecuentes, algunos de ellos intencionales. Una tarde de marzo, un incendio que según los investigadores fue provocado por delincuentes arrasó miles de refugios. El humo ondulante era tan denso y negro que bloqueaba la luz del sol. Niños con los ojos como platos se apiñaron, llorando, mientras el infierno dejó a 15.000 personas sin hogar.
Más allá del miedo está el hambre. Los rohinyas tienen prohibido trabajar y dependen de las raciones de alimentos, que se han reducido debido a una caída en las donaciones globales. Mientras tanto, un golpe militar en 2021 en Myanmar ha hecho que cualquier regreso seguro a casa sea, en el mejor de los casos, un sueño lejano.
Y así, sin opciones, vuelven a hacer lo que hicieron antes: huir.
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Del polvo y la tierra del campo de refugiados Nayapara, en Bangladesh, sobresalen cabañas de bambú, lona y hojalata abarrotadas a lo largo de caminos laberínticos.
Este amasijo muy unido es el Bloque H, hogar de Setera y otros 64 pasajeros, incluido el capitán del barco, Jamal Hussein.
Prácticamente, todos en el Bloque H estaban conectados al barco de alguna manera. Muchos residentes han pasado la mayor parte de su vida aquí —o toda ella—, tras huir de Myanmar durante oleadas de violencia anteriores. Sus refugios ahora se cuecen bajo montañas abrasadas por el sol que son el hogar de pandillas violentas.
El mismo Jamal temía por su vida, señala su hermana, Bulbul. Dentro de su refugio sombrío, llora al recordar a su hermano. “Él era mi corazón”, dice.
En Myanmar, Jamal era productor de arroz y líder juvenil de su aldea. Después de la muerte de su padre, se convirtió en la figura paterna para sus hermanos menores, incluida Bulbul, quien era 15 años más joven que él.
Su vida en los campamentos fue difícil, dice, pero se las arreglaron. Sin embargo, recientemente, Jamal había recibido amenazas de muerte, dice Bulbul. Comenzó a hacer planes para irse.
Compró un barco y grabó un video para compartirlo con los posibles pasajeros. En el video, obtenido por The Associated Press, el barco de madera se encuentra atracado en aguas turbias de color marrón. Parece viejo y destartalado, con un compartimento estrecho bajo cubierta y claramente demasiado pequeño para transportar con seguridad a 180 personas 1.800 kilómetros (1.100 millas) hasta Indonesia, el objetivo de Jamal.
Desde allí, la mayoría de los pasajeros planeaba dirigirse a su destino final, Malasia.
Aunque Bulbul lo niega, los residentes del Bloque H dicen que Jamal era un capitán experimentado que había guiado con éxito otros barcos de refugiados rohinya a través del mar. Fue su experiencia, dicen, junto con su voluntad de poner a 16 de sus propios familiares en el barco —incluida su esposa, seis hijos, cinco nietos y dos nueras embarazadas—, lo que hizo que tantos confiaran en él. Una madre dijo que Jamal prometió que cuidaría de su hijo y su hija adolescentes junto con sus propios hijos.
En un refugio a pocos pasos del de Jamal, el padre de Setera muestra una fotografía de su hija, con labios carnosos y ojos separados como los de su madre.
“Era la persona más hermosa de nuestra familia”, dice Abdu Shukkur.
Shukkur nunca escuchó a nadie decir una mala palabra sobre Setera, una madre cálida y cariñosa hacia sus hijas. Rara vez se quejaba a pesar de criarlas sola en la miseria de los campos desde 2012, el año en que su esposo, Rashid, huyó a Malasia para mantener a su familia con el salario que enviaba de su trabajo en un restaurante.
Pero el dinero también había convertido a la familia en objetivo de los secuestradores, recalca Shukkur, y Setera había comenzado a temer por sus vidas. Las pandillas locales saben quiénes de los residentes del bloque tienen familiares en el extranjero que pueden pagar un rescate.
Hace dos años, secuestraron al sobrino de 4 años de Setera y lo llevaron a las montañas, recuerda Shukkur. Lo retuvieron allí durante 6 días y lo drogaron para mantenerlo tranquilo. La familia finalmente pagó un rescate de 300.000 taka (2.800 dólares) para recuperarlo: una fortuna en los campamentos.
A finales de noviembre, Setera fue a ver a su padre y le pidió permiso para irse en el barco de Jamal junto con sus dos hijas menores, de 18 y 15 años. Su hija mayor estaba casada y se quedaría.
Shukkur le prohibió hacerlo.
“Si quieres ir a Malasia en barco, simplemente divórciate de tu esposo”, le dijo. “Es muy peligroso”.
Su esposa, Gul Faraz, intervino. “Ha vivido aquí sin su esposo durante 11 años”, expuso Faraz. “Déjala ir”.
Shukkur cedió.
El dolor le roba el aliento mientras relata su despedida con sus nietas y hace una pausa para calmarse. Tenían la costumbre de robar las guayabas, ciruelas y mangos verdes de Shukkur cada vez que lo visitaban, lo que provocaba regaños de su abuelo.
“Abuelo, ya no tendrás que regañarnos”, dijo una de las niñas a Shukkur. “Todo va a estar bien”.
Setera, enojada porque su padre había tratado de detenerla, no fue a despedirse.
En un albergue cercano, otra familia estaba desesperada.
El primo de Jamal, Muhammed Ayub, luchaba para impedir que su hija, Samira, y sus hijos de 6 y 9 meses, subieran al barco. Pero su yerno, Kabir Ahmed, estaba decidido. Los aldeanos fuera de los campos lo habían golpeado con una barra de hierro y tenía miedo.
“No es seguro aquí. La gente muere todos los días”, dijo Ahmed a su suegro. “Si impides que me vaya, no te visitaré más”.
Y así, impotente, Ayub se despidió con un abrazo de su hija y de su yerno. Después, sobrecogido por la ansiedad, envolvió a sus nietos en un abrazo. Todo el cuerpo le dolió cuando los vio partir.
“Eran mis adoraciones”, dice.
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En el extremo sur de la parte continental de Bangladesh hay una playa silvestre azotada por el viento, bordeada al este por bosques y montañas y al oeste por la Bahía de Bengala. Este tramo de arena gris es infértil a excepción de algunos barcos pesqueros de madera y un ejército de cangrejos de color rojo brillante que se esconden en sus agujeros cuando se acerca un ser humano.
Fue desde aquí que un pequeño bote de pesca comenzó a transportar pasajeros al barco de Jamal. La AP ha reconstruido su viaje con base en entrevistas con 28 familiares de quienes iban a bordo, grabaciones de audio de llamadas desde el barco, entrevistas con tres testigos oculares y fotografías y videos.
Tarde en la noche del 1 de diciembre y hasta alrededor de las 4 a.m. del día siguiente, muchos de quienes estaban en el barco de Jamal llamaron a sus familias ansiosas.
Fue sólo entonces cuando Setera dijo a su esposo que ella y sus dos hijas se dirigían hacia él.
Rashid les había dicho innumerables veces que nunca se subieran a un barco. Pero esta vez, Setera no sería detenida. Le dijo que había vendido sus joyas para ayudar a pagar el pasaje, un total de 360.000 taka (3.400 dólares).
Rashid estaba estupefacto. Se disculpó con Setera por cualquier error que hubiera cometido en sus 20 años de matrimonio. Y luego, reporta, escuchó a Jamal decir a Setera que colgara el teléfono. Ella colgó.
Rashid comenzó a llorar de emoción y miedo. No podía creer que pronto vería a sus hijas.
Setera hizo cuando menos una llamada más: a su padre, Shukkur.
“El barco está esperando combustible”, dijo Setera. “Nos vamos pronto y estaremos fuera de cobertura”.
Shukkur estaba demasiado enojado para hablar. No podía creer que ella ni siquiera hubiera ido a despedirse. Así que le pasó su número de celular a su sobrino en Malasia y le dijo que llamara a Setera y le ordenara que regresara a casa.
Mientras tanto, la nuera de Jamal, Bibi Ayesha, llamó a sus padres para decirles que ella y su familia también habían subido a bordo. Con Bibi estaban su hermano de 17 años, su esposo y Abu, su hijo de 3 años.
El niño le tenía miedo al agua. Bibi y su esposo lo pasaban de uno al otro para tratar de reconfortarlo mientras hablaban con sus padres. “Oren por nosotros”, dijeron.
Jamal se puso al teléfono con los padres para tranquilizarlos. “El barco es grande”, aclaró Jamal, según la pareja. “Tenemos suficiente comida para 15 días”.
Asma Bibi, quien estaba casada con otro de los hijos de Jamal, también llamó a su madre, Hasina Khatun. Asma, de 18 años, estaba embarazada de 9 meses y emocionada de conocer a su hijo después de que su primer hijo naciera muerto un año antes.
Asma no había querido subirse al barco, relata Hasina. Pero el esposo de Asma, sí.
“¿Cómo puedo quedarme aquí sin mi esposo? Estoy embarazada”, había dicho Asma a su nerviosa madre días antes. “¿Cómo puede sobrevivir mi hijo sin un padre?”.
Así que Hasina dio a su hija dos juegos de ropa para bebé: uno rosa y otro blanco, ya que no sabían el sexo del bebé. También dio a su hija medicamentos, toallas y una frazada verde para envolver al recién nacido después del alumbramiento.
Asma los empacó junto con bocadillos de la tienda de su padre, además de tres juegos de ropa que se ajustaban a su cuerpo de embarazada y de posparto. Luego, Asma siguió a regañadientes a su esposo al barco de Jamal, junto con su hermano de 13 años.
A las 4:04 a.m., de vuelta en el Bloque H, sonó el teléfono de Jannat Ara. Era su tía, Kurshida Begum, quien dijo que había abordado con su esposo y sus dos hijos, de 3 y 4 años.
En la llamada grabada, compartida con la AP, Kurshida recita una oración y luego pide a su sobrina que haga lo mismo.
“El viaje ha comenzado”, dijo Kurshida a su sobrina.
La noticia de la llamada llegó rápidamente a la suegra de Kurshida, Momina Begum, quien se puso histérica. No tenía idea de que Kurshida y los niños estuvieran en el barco.
“¿A dónde vas con esos niños?”, gritó Momina. “¿Por qué cruzas el mar peligroso con esos niños?”.
Pero era demasiado tarde. El barco de Jamal se dirigía a la Bahía de Bengala.
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Lo que sucedió después es relatado a través de los ojos de los refugiados en otro barco que zarpó hacia Indonesia un día más tarde.
A bordo viajaban 104 personas, entre ellos un hombre llamado Kafayet Ullah. Según Kafayet, él era sólo un pasajero. Según otros, era el capitán.
No mucho después de iniciado el viaje, Kafayet vio un barco en la distancia. A medida que se acercaron, se dieron cuenta de que era el barco de Jamal y que estaba en apuros.
Jamal gritó que su motor tenía problemas. Tomó prestado un cable eléctrico del barco de Kafayet y se puso a trabajar para reparar la falla.
Kafayet estaba preocupado. Su propia sobrina y sobrino estaban a bordo del barco de Jamal, que parecía viejo y sobrecargado, con los pasajeros apiñados como animales.
Pero a diferencia de Kafayet, Jamal tenía experiencia y un teléfono satelital. Así que, cuando Jamal terminó de arreglar el motor, se puso en camino de nuevo y Kafayet lo siguió.
Cuatro días después, el cielo se vino abajo.
Una tormenta poderosa cayó sobre ellos. Los barcos se agitaron entre olas despiadadas. Los pasajeros aterrorizados de Kafayet sollozaban mientras la lluvia caía a cántaros y la tempestad arrastraba sus provisiones por la borda.
El agua en el barco de Kafayet comenzó a subir y un hombre vio tiburones. Los pasajeros se prepararon para morir.
A través de la oscuridad, pudieron ver una luz que brillaba en el barco de Jamal. Todavía estaba por encima del agua.
Pero no por mucho tiempo.
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La grabación de la llamada de Setera a Rashid dura 44 segundos.
“¡Oh, Alá, nuestro barco se ha hundido!”, grita Setera en el teléfono satelital. “¡Solo la mitad sigue a flote! ¡Por favor ora por nosotros y díselo a mis padres!”.
“¿Dónde estás?”, pregunta Rashid.
“Estamos a punto de llegar a Indonesia”. “¿Indonesia?”, repite Rashid.
“Por favor, díganme el nombre del lugar”, dice Setera a alguien más a bordo, antes de responder a su esposo: “Sí, es India. Por favor, intenta enviar...”.
“¿Estás en India?”, Rashid pregunta, desconcertado.
“¡Nuestro barco se ha hundido! ¡Nuestro barco se ha hundido!”.
”¿Quién?”, Rashid responde aterrado.
“¡Oh, Alá! ¡Lo hundieron las olas! ¡Lo hundió la tormenta!”.
“Oh. ¿Está hundido por la tormenta?”, Rashid repite. “Oh, Alá...”.
La llamada se corta. Rashid comienza a orar.
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Ni siquiera los aullidos del viento pudieron ahogar los gritos de los pasajeros de Jamal.
Kafayet apenas pudo distinguir la forma del barco de Jamal cuando dio un giro brusco en las olas y volcó. Kafayet arrojó bidones de agua vacíos por la borda en caso de que su sobrina, sobrino o cualquiera de los demás pudieran agarrarlos a manera de salvavidas.
Dice que no veía a nadie en el agua, pero que los escuchaba gritar.
Entonces los gritos cesaron. La luz del barco de Jamal se apagó.
“Lo vi con mis propios ojos”, dice Kafayet. “El barco se hundió”.
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En cuestión de horas, la grabación de la llamada de Setera se escuchó por todo el Bloque H.
De refugio tras refugio llegaron los lamentos de las familias, desmoronándose.
Muhammed Ayub, primo de Jamal, estaba acostado en su estera cuando recibió la grabación. Mientras la escuchaba, comenzó a aullar de dolor.
Todo lo que le queda ahora de los nietos a los que llamaba sus “adoraciones” son su ropa y sus recuerdos. Mira un par de zapatitos marrones con tiras de Velcro que alguna vez usó Tasin, de 6 años, y llora. Cuando los sostiene, dice, siente que sostiene a su nieto.
En cuclillas en el suelo junto a él, Minara Begum, su esposa, inhala el aroma del vestido amarillo de su hija Samira. Luego presiona contra su rostro un par de diminutos pantalones cortos azules de Samir, de 9 meses, y la tela se humedece con sus lágrimas.
“Oh, mi nieto, ¿por qué te fuiste?”, gime ella. “¿A dónde has ido?”.
Las familias que ya habían sido empujadas al punto de ruptura ahora están destrozadas. Un hombre que perdió a cuatro familiares intentó suicidarse.
Momina Begum, cuyos nietos pequeños estaban a bordo, siente que se quema en una hoguera o se hunde bajo el agua. Se sienta junto a una canasta de plástico con los juguetes de su nieto de 4 años y busca la voluntad de vivir.
“Sería mejor matarnos con veneno en lugar de llevarse a mi familia”, dice.
Hasina Khatun, cuya hija embarazada, Asma, y su hijo de 13 años estaban en el barco, ahora ruega cargar a los bebés de otras personas. Tampoco pudo sostener al bebé que nació muerto de su hija, dice entre lágrimas.
Hasina, como algunos otros, todavía tiene la esperanza de que sus seres queridos estén vivos. Sin sus cuerpos, dicen, sus muertes son difíciles de aceptar.
Un hombre, Muhammed Rashid, cree ver a su hijo adolescente, Saiful, en una fotografía que obtuvo en línea de refugiados rohinya en Indonesia. Hizo que la plastificaran.
Muhammed acuna la mochila de Saiful en su regazo. Vacía un saco con las pertenencias de su hijo sobre la cama con un sollozo estrangulado que brota de su garganta. Luego besa con ternura el libro de inglés de su hijo, en el que Saiful había garabateado: “Te amo”.
“Mi hijo lo es todo”, murmura Muhammed. “Creemos que está vivo”.
Pero los únicos sobrevivientes conocidos de esa noche fueron Kafayet y sus pasajeros.
Después de que el barco de Jamal se hundiera, estuvieron a la deriva durante otros 10 días, con el motor dañado y sin comida ni agua. El hermano de Kafayet no podía dejar de llorar al pensar en lo que le debió haber pasado a su sobrina y sobrino.
Delirantes de hambre y sed, de repente vieron una lancha rápida en la distancia y agitaron frenéticamente sus ropas en el aire.
La Armada de Sri Lanka remolcó el barco de Kafayet hasta la costa.
“Alá me dio una nueva vida”, dice Kafayet desde un refugio en Colombo.
Su hermano, Muhammed, sabe lo cerca que estuvieron de la muerte. Espera que nadie más intente hacer lo que ellos hicieron.
Sin embargo, en los campamentos ya hay planes en marcha. A principios de marzo, la hermana de Jamal, Bulbul, escuchó horrorizada cuando su hijo de 20 años le dijo que se preparaba para partir en barco.
Su corazón se detuvo. “Nunca permitiré que emprendas ese viaje tan peligroso”, le dijo. “Mi hermano murió en un barco”.
Así que accedió a quedarse, por ahora. Si huye, dice, ella morirá de preocupación.
Los ojos de Rashid se ven ennegrecidos debido, explica, a que ha llorado durante meses por Setera y sus hijas.
Ahora acepta que se ahogaron en la oscuridad, pidiendo ayuda a gritos a un mundo que se volvió sordo.
“Pasé mucho tiempo aquí por mi familia, pero ahora la he perdido”, dice.
“Siento que estoy muerto”.