El eterno desafío de ser un hombre o mujer trans en El Salvador
Sin una legislación que permita a los hombres y mujeres transgénero modificar sus documentos oficiales en El Salvador, la comunidad enfrenta violencia y discriminación que afectan su vida cotidiana
La escena se repite como un mal sueño del que Fabricio Chicas no logra despertar.
Él se detiene frente a la ventanilla y quien recibe su documento de identidad lo mira con recelo. Va del papel a su rostro y de su rostro al papel. ¿Es usted el de la foto? ¿Seguro? ¿Por qué leo un nombre de mujer y veo un hombre frente a mí?
El salvadoreño enfrenta al personal de bancos, hospitales y oficinas burocráticas como si su existencia ameritara un alegato: sí, señorita, ahí aparece un nombre femenino, pero en realidad soy un hombre transgénero de 49 años que va por la vida dando explicaciones incómodas porque no hay ley que me permita tramitar un carné que refleje quién soy.
La suya es una lucha que comparte todo hombre y mujer trans de El Salvador. En este país la historia no sólo se ha visto marcada por las pandillas, sino por un contexto conservador en el que la iglesia católica y evangélica tienen una amplia presencia, el aborto se penaliza sin excepciones y la legalización del matrimonio igualitario pareciera un anhelo irrealizable.
La Corte Suprema determinó en 2022 que la falta de condiciones para que alguien cambie su nombre por razones de identidad de género constituye un trato discriminatorio y ordenó a la Asamblea Legislativa emitir una reforma que facilite el trámite, pero el plazo venció hace tres meses y el organismo no cumplió.
Human Rights Watch (HRW) y agrupaciones salvadoreñas como Colectivo Alejandría y Generación Hombres Trans han reportado la omisión.
El partido del presidente Nayib Bukele controla el Congreso y no ha mostrado interés en legislar en favor de los derechos de la comunidad LGBTI, pero los activistas salvadoreños no dan la batalla por perdida.
Algunos comparten sus historias de vida. Buscan acercamientos con políticos. Accionan ante los juzgados. Renuevan su paciencia y explican una y otra vez el costo social de ser un hombre o mujer trans.
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El mundo se estrella como un cristal irreparable cuando alguien dice: este cuerpo no es el mío y este nombre no es quien soy.
El rechazo se disfraza con matices y, en el caso de Fabricio, su mamá pensó que ceder lo haría sufrir y peligrar. Inicialmente aceptó comprarle ropa de varón y comenzó a llamarlo “mi niño”, pero Fabricio fue víctima de abuso a los nueve años y su madre sintió que para protegerlo de otros males habría que dar marcha atrás.
Así volvió la ropa de niña, el pelo largo, las trenzas. “Fue el acabose”, cuenta Fabricio. “Era la depresión; era no quiero vivir”.
A los 15 años, Fabricio conoció a un hombre trans que le habló de tratamientos hormonales que transformarían su cuerpo. También le dio un consejo: “quebrarse los pechos” con una plancha de ropa.
La presión del metal sobre su piel no evitó el crecimiento de sus senos pero sí le provocó hematomas, un dolor que apenas le permitía vestirse y una infección que lo mandó al hospital.
Asustada, su madre le hizo prometer que jamás volvería arriesgar su vida. Nada de inyecciones ni cambios corporales. “Dijo que me veía bien como lesbiana masculina, como el niño interno que era”.
Entonces Fabricio decidió lo que tantos otros trans: voy a crecer, voy a trabajar y me voy a ir.
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Mónica Linares inició su transición cuando cumplió 14. Dejó su casa y dijo adiós a la escuela para empezar a trabajar.
“No fue nada fácil, pero cuando de verdad tenés una identidad y vas a defender lo que de verdad querés, estás dispuesta a perder todo”, cuenta la salvadoreña de 43 años.
Nada quiebra la garra de su voz porque para ser esta activista que hoy dirige el colectivo ASPIDH Arcoiris Trans ya vio el fin del mundo —su mundo— y lo reconstruyó.
Durante más de 15 años fue trabajadora sexual. Perdió amigas en manos de asesinos transfóbicos y a otras las vio migrar por culpa de las pandillas. También sorteó el distanciamiento con su familia y ahora ella es responsable de su madre y dos hermanos.
Mónica defiende a su comunidad desde la Mesa Permanente por una Ley de Identidad de Género, integrada por cinco organizaciones que intentan dejar de lado sus diferencias y formar un frente común. Dice que trabaja para que las salvadoreñas trans de la siguiente generación enfrenten un panorama más alentador.
Denuncia injusticias, pero también cabildea. Propone. Concilia en vez de pelear a pesar de que este gobierno ha mandado al archivo sus derechos y ella insiste en sacarlos del cajón para explicar a políticos y diputados por qué se necesita cambiar la ley.
“Usted le puede preguntar a cualquier persona LGB y puede opinar, pero nunca va a ser la vivencia de una mujer trans, de un hombre trans, que de verdad saben por qué necesita ese cambio de nombre”.
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Si fueras un hombre trans salvadoreño, podrías llamar a la compañía de internet para reportar que no funciona tu WiFi y la operadora podría decir que no puede atenderte, pues la línea está registrada a nombre de una mujer y sólo se le puede ofrecer una solución a la titular.
Podrías haber encontrado a la mujer de tu vida y tu aseguradora podría negarse a registrarla como beneficiaria en caso de accidente o muerte, pues en tu identificación aparece un nombre femenino y, según la compañía, las parejas deben integrarse por un hombre y una mujer.
Si no te has realizado una cirugía de reasignación de género, podrías requerir controles ginecológicos y las enfermeras podrían humillarte llamándote por el nombre con el que no te reconoces, señalándote entre risas y retrasándote el servicio.
Como a Fabricio, también podrían negarte el cobro de remesas, la renta de un departamento, préstamos bancarios, trabajos dignos, el derecho a vivir en paz.
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En un país profundamente religioso, la discriminación contra la comunidad trans va más allá del papeleo.
Hace tres décadas, Fabricio intentó ser aceptado por los Testigos de Jehová. Asistió a sus templos, leyó sus textos, interactuó con sus ancianos.
“Admiro que son una familia que se cuida, que son muy amorosos”, dice con cierta tristeza.
Su madre lo previno. Le dijo que la comunidad religiosa no admitía la diversidad sexual, pero Fabricio sentía tal deseo por formar parte de ella que guardó sus pantalones, se puso una falda y comenzó a dejarse el cabello largo.
Pasó un tiempo predicando junto a ellos, pero siempre se sintió vigilado. “En una reunión comenzaron a hablar del rebaño negro y del rebaño blanco y yo dije, ‘pues yo soy el rebaño negro’, pero no le hago daño a nadie”.
Cuando consideró bautizarse, los ancianos lo aconsejaron como si fuera un criminal. Tienes que releer la Biblia. Evitar matar. Cerrar las puertas de tu habitación cuando tus sobrinas estén de visita. Aceptar que te corteje uno de nuestros fieles.
Fabricio les puso un alto y los religiosos comenzaron a ignorarlo. Cuando le prohibieron el acceso al templo y corrió a llorar a su casa, su madre hizo memoria: te lo dije.
“Entonces dejé de ir. Solté. Volví otra vez a vestirme masculino. Volví al mundo rechazado por los Testigos de Jehová”.
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Un informe que HRW y COMCAVIS TRANS publicaron en 2022 documenta violaciones de derechos humanos contra personas transgénero en El Salvador.
“Los agresores pueden ser agentes de las fuerzas de seguridad, miembros de pandillas, familiares de las víctimas y comunidades, y los daños se producen en espacios públicos, hogares, escuelas y lugares de culto”, detalla el texto.
La constitución protege la orientación sexual e identidad de género, pero carece de legislación que evite la discriminación contra quien la exprese.
El pronunciamiento de la Corte Suprema en 2022 parecía crucial porque, de haber cumplido con la orden del máximo tribunal, la Asamblea habría podido crear un procedimiento que permitiera a las personas trans cambiar los nombres de sus documentos de identidad.
“El Estado salvadoreño tiene una deuda histórica con la comunidad trans y la sentencia representaba una esperanza que esa deuda se pagaría, pero la Asamblea está deshaciendo esa esperanza con su descuido”, considera Cristian González Cabrera, investigador del programa de derechos LGBT de HRW.
“Que no se cumpla la sentencia también es grave porque forma parte de un patrón mucho más amplio de debilitamiento del estado de derecho y de la independencia judicial”, agrega.
En manos del Legislativo también está una iniciativa de ley que, además del nombre, posibilitaría modificar el género. Fue elaborada por organizaciones trans y contó con el apoyo de algunos legisladores como Anabel Belloso, pero está paralizada en la Comisión de la Mujer e Igualdad de Género.
Países latinoamericanos como Chile, Argentina, Cuba, Colombia y México cuentan con leyes que admiten el procedimiento, pero en El Salvador pareciera que ha habido un retroceso en el reconocimiento de los derechos de la comunidad LGBT.
Entre otras cosas, el gobierno disolvió la Secretaría de Inclusión Social, que realizaba capacitaciones sobre identidad de género e investigaba cuestiones LGBT a nivel nacional, y reestructuró un instituto estatal por abordar la orientación sexual en un programa educativo.
Además el presidente ha rechazado públicamente legalizar el matrimonio igualitario y la Iglesia católica le ha respaldado.
Ni la oficina de presidencia, ni el arzobispado respondieron a diversos pedidos de comentario de The Associated Press.
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Puede que la ley rectifique documentos, pero ¿cómo se enmienda el tejido social?
En El Salvador la discriminación por razón de género conlleva agresiones, desplazamiento forzado y asesinatos.
Rina Montti, directora de investigaciones de Cristosal —una ONG que monitorea violaciones de derechos humanos en Centroamérica— explica que las vulneraciones contra mujeres trans se han incrementado en los últimos dos años.
“Lo más dramático es la impunidad con la que están operando funcionarios del Estado, particularmente policías, con la comunidad LGTBI”, asegura. “A las mujeres trans las asaltan cuando se les da la gana. Pueden abusar de ellas, dizque contratarlas y no pagar sus servicios”.
Si las víctimas acuden a la Fiscalía, dice Monti, las autoridades pueden dejarlas esperando el día entero sin tomarles la declaración y sin que importe o no el nombre que aparece en su documento de identidad.
“El nivel de impunidad y de humillación es mucho más profundo, porque ni siquiera son tomadas como personas que pueden quejarse”, añade.
Algunas víctimas de violencia deciden migrar. Al recibir esos casos, Cristosal las orienta sobre lo que podría esperarles en el camino y las contacta con organizaciones que podrían apoyarlas desde países como México.
“Hay quienes incluso toman la decisión de quitarse el maquillaje y vestirse de hombre para pasar lo más desapercibido posible, aunque eso va en detrimento de quienes son”.
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En el patio trasero de la casa de Fabricio, Pongo y Polar agitan la cola y brincan como canguros.
Detrás de sus perros llega Elizabeth López, su compañera de vida desde hace siete años. La pareja se conoció poco después de que muriera la madre de Fabricio y él decidiera iniciar un tratamiento hormonal para arrancar su transición.
Al principio ella luce desconfiada. Demasiados extraños los han herido más allá de las palabras.
Eli, como su pareja la llama con cariño, recuerda cuando un guardia les ordenó salir de una piscina porque Fabricio no pudo quitarse la camisa a pesar de haber explicado que su transformación física seguía en proceso. Tampoco olvida cuando tuvieron que operarlo de emergencia y el personal del hospital se negó a darle un pase de visita alegando que ambas eran “mujeres”, por lo que nunca podrían casarse ni ser familia.
Fabricio no coindice. Familia, dice, no es la que comparte sangre, sino la que siempre se apoya.
Desde hace un tiempo, la pareja comparte su hogar con un joven trans que dejó su propia casa para defender quién es. Fabricio le ofrece su cuidado y sus consejos.
Hace poco, el chico volvió a casa acompañado de su novia y se acercó a Fabricio para presentársela.
Al dirigirse a ella, sonrió y le dijo: “Él es mi viejo”.
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