La derecha no ha hecho examen de consciencia a pesar del ataque contra Paul Pelosi
Muchos pensaron que Glenn Youngkin, un republicano aparentemente benigno con un chaleco de lana, establecería un tono apropiado. No paso
En 2008, el difunto congresista John Lewis, cuyo cráneo una vez fue fracturado por la policía en Selma, Alabama, advirtió que la retórica de John McCain y Sarah Palin sobre el entonces candidato demócrata Barack Obama durante su campaña electoral, reflejaba la del gobernador segregacionista de Alabama, George Wallace. Esa no fue una comparación que Lewis hiciera a la ligera.
Más tarde aclaró sus comentarios y dijo que sus palabras eran un “recordatorio para todos los estadounidenses de que el lenguaje tóxico puede conducir a un comportamiento destructivo”. Sin embargo, la comparación enfureció a McCain, quien antes admiraba a Lewis. Años más tarde, el candidato republicano, ahora recordado como el administrador de un conservadurismo más responsable, dijo que nunca perdonaría al difunto confidente de Martin Luther King Jr.
Ni Lewis ni McCain siguen aquí, pero las lecciones aprendidas en ese momento tomaron relevancia una vez más el viernes, cuando un hombre irrumpió en la casa de la presidenta de la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi, y agredió a su esposo con un martillo.
Según se informó, el hombre estaba buscando a la presidenta, quien durante la última década ha sido blanco de la ira de la derecha. Los primeros reportes decían que gritó: “¿Dónde está Nancy?”, mientras se enfrentaba a Paul Pelosi. Si la presidenta de la Cámara era de verdad el objetivo, el ataque contra su esposo parece nada más y nada menos que un intento de asesinar a la mujer de más alto rango en la historia de la política estadounidense.
Pero durante los 14 años que han transcurrido entre la advertencia de Lewis sobre la retórica extremista y la amenaza contra la vida de Paul Pelosi, el tono violento del discurso público solo se ha intensificado. En 2010, muchos candidatos del Tea Party aludieron a la violencia; la candidata al Senado de Nevada, Sharron Angle, reflexionó públicamente que “la gente realmente está buscando esos remedios de la Segunda Enmienda”. Al año siguiente, la congresista demócrata Gabrielle Giffords recibió un disparo en la cabeza.
En la campaña electoral de 2016, Donald Trump alentó a sus seguidores a atacar a los manifestantes en sus mítines, diciéndoles: “Si ven a alguien preparándose para tirar un tomate, denle una paliza”, y prometió pagar las facturas legales resultantes. Trump continuó aludiendo a la violencia en 2020 durante las protestas de Black Lives Matter: “Cuando comienza el saqueo, comienza el tiroteo”. Ese es un mantra muy usado en la política estadounidense que Wallace, el gobernador segregacionista de Alabama, también parafraseó durante su campaña presidencial de 1968. Y al final, fue la constante insistencia de Trump a su furiosa base de seguidores lo que culminó en el mortal asalto al Capitolio, el 6 de enero.
Para ser claros, la violencia política en Estados Unidos no es nueva. El musical más popular de Broadway durante muchos años, Hamilton, cuenta la historia real de uno de los padres fundadores que dispara a otro. En 1856, el representante a favor de la esclavitud, Preston Brooks, golpeó al abolicionista Charles Sumner en la cámara del Senado de los EEUU, hiriéndolo tan gravemente que no pudo trabajar durante los siguientes tres años. La República estuvo a punto de dividirse a causa de la esclavitud, sumergiéndola en una guerra civil catastrófica, y los linchamientos y pogromos raciales se generalizaron en las décadas siguientes.
Los republicanos tampoco tienen el monopolio de la violencia política de los últimos años. En 2017, James Hodgkinson, un presunto partidario del senador Bernie Sanders, abrió fuego contra los republicanos mientras practicaban para el juego anual de béisbol del Congreso, e hirió gravemente al congresista Steve Scalise. A principios de este año, un agresor atacó al congresista Lee Zeldin, candidato republicano a gobernador.
Pero la diferencia crucial está en la reacción del partido. Sanders denunció verbalmente el comportamiento de su supuesto fan, y Joe Biden condenó el ataque a Zeldin. Por el contrario, el representante republicano Paul Gosar de Arizona tuiteó el año pasado un vídeo de anime que mostraba a un personaje que lo representaba a él matando a otro que tenía el rostro de la congresista Alexandria Ocasio-Cortez. Todos menos dos republicanos, los representantes Liz Cheney y Adam Kinzinger, quienes son considerados herejes, votaron en contra de censurarlo.
Y después del ataque contra Pelosi, no hay señales de que a la derecha la recorra un arrepentimiento en general. Muchos de los expertos dentro del Beltway que probablemente viven en Virginia del Norte y se trasladan a Washington esperaban que Glenn Youngkin, el primer republicano en ganar la gobernatura de Virginia en una década, pusiera el ejemplo. Youngkin ha vendido el sueño de un Partido Republicano post-Trump más amable. Su imagen de padre optimista de los suburbios, feliz enfundado en su chaleco de lana, hacía pensar en que habría una respuesta un poco más compasiva y un poco más conservadoramente responsable.
Pero no fue así. Después de que se supo la noticia del ataque el viernes, durante un mitin de la candidata republicana Yesli Vega, Youngkin dijo sobre Nancy Pelosi: “No hay lugar para la violencia en ninguna parte, pero la enviaremos de regreso a California para que esté con él”.
No hay señales de que el “peligroso juego” del que advirtió Lewis vaya a desaparecer pronto.