Internet podría desaparecer tal como lo conocemos en 2025 y traer consecuencias colosales
La tecnología nunca había sido tan compleja, ni la industria tan poderosa. Hoy, sus líderes son quienes dictan el rumbo, nos guste o no, advierte Andrew Griffin. Y lo que se avecina parece una amenaza que crece con cada paso
La década de 2000 será recordada como el periodo en que la industria tecnológica estableció sus cimientos. Tras superar el temido “bicho del milenio” y con tecnologías clave como Google aún en sus primeros años, esta década presenció un aumento masivo en las conexiones a Internet y su velocidad. Al mismo tiempo, los dispositivos se volvieron más pequeños y accesibles, impulsando la popularidad de innovaciones como el iPod y las computadoras portátiles.
Al final de esa primera década, habíamos llegado a una versión preliminar de la Internet que conocemos hoy: un ecosistema de computadoras potentes y omnipresentes, streaming de medios, comercio electrónico y los primeros destellos de las redes sociales.
Luego llegaron los años 2010, cuando el mundo real abrazó plenamente este nuevo universo digital. Las redes sociales se expandieron de tal manera que prácticamente absorbieron todos los aspectos de los medios de comunicación: desde la industria musical hasta las noticias e incluso tus amigos, todo quedó envuelto en un torbellino de publicaciones y feeds. Internet dejó atrás los confines de las computadoras y teléfonos en los que había nacido, para infiltrarse en todos los aspectos de nuestra vida: nuestros electrodomésticos, nuestros autos, e incluso nuestras relaciones.
Así, al inicio de la tercera década de este siglo, Internet se había convertido en el pilar que sustentaba prácticamente todo. Las distancias se acortaron y las conexiones se volvieron instantáneas, aunque paradójicamente estas mismas herramientas empezaron a generar una sensación de mayor aislamiento y soledad. Sin embargo, cuando llegó el 2020 y con este la pandemia, el mundo ya estaba listo para migrar casi por completo a Internet, donde gran parte de nuestra vida comenzó a estar mediada por algún tipo de dispositivo.
Ahora, a mitad de esta década, resulta más difícil de lo esperado vislumbrar qué tendencias o innovaciones lograrán consolidarse en su segunda mitad y perdurar en el futuro. Las grandes innovaciones tecnológicas de esta década, hasta ahora, se han caracterizado en gran medida por promesas excesivas: que el bitcoin revolucionaría el sistema financiero, que los NFT (activos digitales) cambiarían nuestra relación con la propiedad, que el metaverso redefiniría nuestra conexión con los mundos virtuales y entre nosotros, y que la IA transformaría por completo nuestra forma de entender el conocimiento. Nuestra relación con todas estas innovaciones sigue siendo, en esencia, la misma, aunque un poco más tensa y agotadora.
Sin embargo, es posible que lo que resta de esta década logre cumplir con esas grandes promesas y no faltan motivos para creer que así será. Tras años de promesas sobre cómo la realidad aumentada y el metaverso transformarían la fusión entre los mundos digital y real, tanto la renombrada Meta como Apple han presentado nuevas tecnologías realmente emocionantes que sugieren que esa visión podría, finalmente, hacerse realidad.
A medida que se disipa la exaltación mediática en torno a la inteligencia artificial, las mentes brillantes y las inversiones están encontrando formas de utilizarla para mejorar genuinamente nuestras vidas y transformar el mundo. En las áreas más discretas y menos polarizadas de la industria tecnológica —como los proyectos para desarrollar tecnologías sostenibles o soluciones sanitarias innovadoras— están surgiendo avances realmente emocionantes que podrían ayudarnos a enfrentar desafíos globales como el cambio climático y las desigualdades en la salud.
Sin embargo, esos temas divisivos continúan acaparando gran parte de nuestro tiempo, recursos y atención. La atención sigue siendo, quizás, la moneda más valiosa de todas: si logras captar la de alguien, puedes influir en sus decisiones, incluso en algo tan trascendental como elegirte presidente de los Estados Unidos. Como demostró Elon Musk este año, la búsqueda de atención puede incluso permitirte influir en el poder sin necesidad de algo tan mundano como unas elecciones, siempre que estés dispuesto a gastar $43.000 millones de dólares en comprar una red social y moldearla a tu gusto.
El ascenso de Elon Musk —y el de otros tecnólogos como Mark Cuban, su eterno rival, quien apoyó a Kamala Harris en las elecciones estadounidenses, quizá con una intención similar de ganar influencia en el gobierno— pone en evidencia cómo la constante fusión entre tecnología y cultura ha desdibujado la línea que separa a las celebridades de los líderes tecnológicos. Hoy en día, Elon Musk es dueño de tres de las empresas tecnológicas más influyentes del mundo; como ocurre con todos los que realmente importan, posee tanto el poder como el deseo de monopolizar la atención.
Algunos actores del mundo tecnológico parecen haber dado un paso atrás frente a la cultura y los conflictos que esta conlleva. TikTok tuvo un crecimiento explosivo durante la pandemia, a tal punto que aún enfrenta prohibiciones y ha pasado los últimos dos años tratando de salvarse de manera discreta. Por su parte, Mark Zuckerberg comenzó esta década como uno de los hombres más ridiculizados y criticados en el mundo, pero con un cambio de imagen decidido logró distanciarse de la política y de otras controversias. Su empresa siguió un camino similar: dejó atrás el nombre Facebook para transformarse en Meta, lo que le permitió cambiar su enfoque desde la polarización y la política hacia contenido emocional de influencers y material sin sustancia creado con ayuda de la IA.
De hecho, si algo caracteriza a Internet en esta primera mitad de la década, podría ser precisamente eso: cada vez da más la impresión de ser un lugar estancado y vacío. Tal vez la consecuencia más evidente del auge de los sistemas de IA sea que facilitaron la proliferación de cuentas automatizadas y contenido artificial en las redes sociales. Su creciente sofisticación hizo que resulte cada vez más difícil identificar cuándo está sucediendo. Esto impulsó la llamada “teoría de la Internet muerta”, que plantea que una gran parte de la Web consiste en sistemas automáticos que interactúan entre sí. Según se detalla en algunos estudios, el 2024 marcó el punto en que la automatización dominó la mayor parte de Internet.
Existen razones concretas para justificar esta preocupación. La era del dinero fácil, que permitía a las empresas tecnológicas acceder a enormes préstamos sin garantías claras de devolución —el motor detrás de compañías como Uber y Amazon— llegó a su fin. Como resultado, nuestra ambición colectiva también se ha visto limitada. La expansión de las conexiones a Internet provocó, de forma paradójica, una especie de fractura, al dar lugar a múltiples versiones de la web. Esta fragmentación reduce significativamente las posibilidades de lograr un cambio transformador.
La tecnología nunca había sido tan compleja, ni la industria tan poderosa. Hoy, sus líderes son quienes dictan el rumbo, nos guste o no. La segunda mitad de la década puede definirse por nuestra reacción ante la ausencia de innovación: si Internet ya no existe, ¿qué tipo de vida queremos construir?
Traducción de Leticia Zampedri