Desde el 'rincón de los muertos', miles de peruanos aún buscan a desaparecidos en los 80
Lo más sencillo habría sido soltar. Cambiar las flores de la tumba de su marido y sentirse confortada por haber vuelto a tocar sus huesos en un país en el que 20.000 personas desaparecieron entre 1980 y el año 2000.
Lidia Flores, sin embargo, eligió otro camino: buscar al resto de los desaparecidos durante el peor periodo de violencia del Perú.
“Yo no puedo estar tranquila cuando otros, como yo, están llorando”, dice la mujer desde su hogar en Ayacucho, ciudad peruana cuyo significado en quechua es ‘rincón de los muertos’. “Están buscando, entonces yo tengo que acompañar”.
Miles más han desaparecido en América Latina bajo dictaduras, conflictos armados o crimen organizado. Sus esposas, madres e hijas son quienes históricamente han peleado por la verdad y justicia pero el caso de Flores se distingue de otros. A pesar de haber encontrado a su esposo hace 40 años, su dolor la llevó a comprometerse con la causa por el resto de su vida.
Por años, ha liderado la Asociación Nacional de Familiares de Secuestrados, Detenidos y Desaparecidos del Perú. Conocida por sus siglas, Anfasep, fue fundada en 1983 y cuenta con unos 140 integrantes que exigen justicia y reparación.
“A veces me siento tranquila, pero luego analizo, ¿por qué ha pasado?”, cuenta la “mami” o “madrecita”, como miles de peruanos la llaman al igual que a otras mujeres de Anfasep en señal de cariño y respeto.
“Hasta que yo viva, voy a seguir”, añade. “Esa justicia tengo que recuperar, tengo que saber por qué han matado a mi esposo”.
¿Por qué desaparecieron 20.000 peruanos?
La última vez que ‘Mamá Lidia’ lo vio con vida, Felipe Huamán se despidió de ella, abrió la puerta de casa y un grupo de militares lo detuvo en la calle en julio de 1984. Lo encontró un mes después en una escarpada, guiada por un anciano que dijo haber visto un cadáver con sus características.
Cuando llegó hasta él, los perros se habían alimentado de los restos, así que Mamá Lidia sacó a su bebé de su chal, usó la tela para envolver lo que quedaba de Huamán y trepó pendiente arriba, con su hija en los brazos y su marido en la espalda.
Así llegó hasta la fiscalía, donde pidió un certificado de defunción para enterrarlo y un funcionario le respondió: “Señora, ya ni está completo, mejor aviéntelo al río y encuentre su paz”. Entonces Mamá Lidia tomó los huesos, se fue a casa y sobornó a un enterrador que lo sepultó a medianoche, mientras ella lloraba a la distancia.
Recuerdos como el suyo son resultado de una pelea brutal entre el gobierno peruano y Sendero Luminoso, organización comunista que decía aspirar a la transformación social a través de la revolución armada. El enfrentamiento provocó que cientos peruanos inocentes como Huamán fueran detenidos, asesinados o desaparecidos bajo señalamientos —muchas veces arbitrarios— de jugar para el bando contrario.
Liderados por Abimael Guzmán desde los años 70, los senderistas se volvieron violentos una década más tarde. En Ayacucho aún hay muchos que recuerdan los explosivos en postes de luz que sumían en las tinieblas a sus comunidades y las masacres que arrasaron con familias enteras.
El horror, sin embargo, no sólo fue desatado por los senderistas. Las Fuerzas Armadas también fueron responsables de miles de muertes y violaciones a los derechos humanos.
Tras fabricar falsas acusaciones de “terrorismo”, los militares capturaron, torturaron y ejecutaron a cientos de hombres inocentes. Los senderistas, por su parte, asesinaron a miles y los enterraron en fosas comunes para afianzar su control a través del terror.
Según la Comisión de la Verdad, este fue el periodo más violento en la historia del Perú. Más de 69.000 personas son consideradas “víctimas fatales”, es decir, 20.000 desaparecidas y el resto asesinadas por senderistas o militares.
“Perú aún enfrenta las repercusiones de la violencia política de finales del siglo XX”, dice Miguel La Serna, historiador de la Universidad de Carolina del Norte.
“Generaciones de hombres adultos desaparecieron y eso impactó en la demografía de sus comunidades. Muchas personas se mudaron para escapar de la violencia y nunca regresaron”, añade. “Y eso sin mencionar el trauma colectivo que experimentaron”.
Una búsqueda solitaria
Aquellos sin información sobre sus familiares deambulaban por las calles tratando de hallar pistas y escuchaban las noticias. Cada vez que un descubrimiento de restos se anunciaba, corrían a los sitios de los hallazgos, volteaban los cadáveres que yacían boca abajo y rogaban por encontrar un rostro conocido.
“Los chanchos, los perros, se comían los cuerpos, pero para nosotros era normal”, recuerda Adelina García, otra ‘mami’ de Anfasep cuyo marido, Zósimo Tenorio, desapareció en 1983. “Yo no tenía ni asco ni miedo.”
La pareja se había mudado de un pueblo cercano para escapar de la violencia de Sendero Luminoso. Creían que estarían seguros en Ayacucho, donde las fuerzas armadas patrullaban, pero pronto se dieron cuenta de su error.
“Era difícil”, cuenta ‘Mamá Adelina’. “Yo decía: ¿Cuál entrará y nos matará? ¿Los militares o los senderistas?”.
La mujer dormía cuando los militares derribaron la puerta. Sacaron a su marido de su cama, lo llamaron “terrorista” y se lo llevaron. También destruyeron sus pertenencias, robaron sus ahorros y la golpearon hasta dejarla inconsciente en el piso junto a su bebé de un año.
“Inclusive, presidentes nos han dicho que ya pasó mucho tiempo, que hay que voltear la página, pero no se puede”, dice Mamá Adelina. “Cuando uno muere, se hace un velorio de acuerdo a tu religión, pero en este caso no se puede porque la pregunta siempre está ahí: ¿y si no ha muerto?”.
Tras la desaparición, un capitán del ejército le dijo que su marido fue llevado a Cabitos, un cuartel donde un horno crematorio era utilizado para deshacerse de los cuerpos y más de 130 personas fueron ejecutadas. Sin embargo, ella nunca pudo confirmar la información y su búsqueda sigue.
“Mi cara estará arrugada pero mi corazón está fuerte”, dice con la mirada triste. “Voy a buscar justicia, verdad”.
Un último adiós
Para familiares con seres queridos desaparecidos, mantener una conexión espiritual brinda cierta paz.
“Yo tengo fe en mi padre”, cuenta Luyeva Yangali, quien reza a su papá, Fortunato, desde su desaparición cerca de Ayacucho en 1983. “Yo le hablaba de noche y a Dios también. Le decía: ‘tú te llevaste a mi padre, entonces mándame un ángel’”.
Su madre encabezó las primeras búsquedas, pero la familia se mudó a Lima después de que los militares la torturaran por presuntamente ayudar a los rebeldes. Con el tiempo, Yangali se hizo cargo de las investigaciones.
“Yo tenía 11 años y ahí se destruyó mi familia”, asegura. “Hasta ahora, no hemos recuperado todo y nunca se va a recuperar.”
A pesar del trabajo ininterrumpido de médicos forenses, fiscales y organizaciones como el Comité Internacional de la Cruz Roja, sólo unos 3.200 cuerpos han sido recuperados. Actualmente algunos temen que el gobierno de la presidenta Dina Boluarte retire el apoyo gubernamental a los esfuerzos de búsqueda, pero otros mantienen la esperanza de dar un último adiós.
Durante una ceremonia de restitución que tuvo lugar en Ayacucho a finales de 2024, Pablo Valerio se despidió no de uno, sino de cinco de sus familiares.
Sus padres, dos hermanas y un hermano fueron asesinados en 1984 por senderistas mientras Valerio y su hermano estudiaban lejos de casa. Se enteraron de la masacre un mes después, cuando regresaron a su pueblo.
“Al irnos acercando nos hemos sorprendido que no ha estado nadie, ni siquiera mis perros. Todo silencio,” cuenta Valerio. “Luego vimos la casa totalmente destruida, quemada”.
Encontró los cuerpos a la mañana siguiente, uno apilado sobre otro, dentro de una fosa en la que reconoció las manos de su padre.
Temiendo que los insurgentes volvieran para matarlo a él y a su hermano, ambos se fueron y — hasta ahora — no habían tenido oportunidad de hacer un velorio.
“Hasta que la Comisión de la Verdad vino, logramos sacarlos”, dice Valerio. “Ya no eran huesos completos, pero toditos los hemos sacado y en una cajita se los trajeron acá”.
Un día antes de la misa que les rindió homenaje en la catedral de Ayacucho, médicos forenses, fiscales e intérpretes del español al quechua confortaron a familiares como Valerio, que tuvieron una última oportunidad de ver a sus muertos.
La mayoría lloró. Otros se tomaron de las manos y rezaron. Algunos más, como Valerio, susurraron a los huesos: “Ya no estás desaparecido, sino presente.”
“Al espíritu no lo mata nadie, así que estás vivo.”
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