Huyeron de extremistas. Ahora el gobierno de Burkina Faso intenta ocultar su existencia
Sus seres queridos fueron masacrados por extremistas islámicos o combatientes afiliados al gobierno. Sus aldeas fueron atacadas, sus hogares destruidos. Exhaustos y traumatizados, huyeron en busca de seguridad, comida y refugio.
Esta es la realidad para más de 2,1 millones de personas desplazadas en Burkina Faso, un país de África Occidental desgarrado por años de violencia extrema.
Pero a diferencia de otros desplazados en la región, son consideradas un desafío para la junta militar de Burkina Faso, que se hizo del poder hace dos años con la promesa de traer estabilidad. Su existencia contradice la narrativa oficial: que la seguridad está mejorando y que las personas están regresando a casa de manera segura.
Aquellos que huyeron a la capital Uagadugú, que se ha visto libre de la violencia, encuentran miedo en lugar de alivio. Se convierten en sombras, y muchos recurren a la mendicidad. La mayoría no tienen derecho a recibir apoyo de las autoridades, y las organizaciones de ayuda internacional no están autorizadas a trabajar con ellos.
The Associated Press contactó a varios grupos de ayuda internacional, diplomáticos occidentales y a Naciones Unidas. Ninguno quiso hablar oficialmente sobre el tema.
Sin sitios oficiales para desplazados en Uagadugú, nadie sabe cuántas personas se refugian en la capital o duermen en las calles. En un inusual reconocimiento de su existencia el año pasado, las autoridades señalaron que eran 30.000.
Pero grupos de ayuda humanitaria dicen que los números reales son mucho más altos. Y a medida que la violencia aumenta, y las personas abarrotan los sitios para desplazados en las lejanas regiones del norte y el este del país, expuestas al hambre y a enfermedades, se prevé que más lleguen a la capital.
Un trabajador de ayuda humanitaria —que al igual que otros declaró a condición de guardar el anonimato por miedo a sufrir represalias— dijo que la situación es “una bomba de tiempo”.
“Esto no es vida”
La AP entrevistó a cuatro personas desplazadas en Uagadugú. Todas hablaron bajo un gran riesgo personal. Tres pertenecen al grupo étnico fulani, al que las autoridades acusan de ser una filial de insurgentes islámicos. Las tres dijeron que han enfrentado discriminación en la capital, con dificultades para encontrar trabajo y enviar a los niños a la escuela.
Durante décadas, el gobierno central descuidó a los fulani, y algunos de ellos se unieron a los milicianos. A consecuencia de ello, a menudo los civiles fulani son blanco de extremistas —afiliados a Al Qaida o al grupo Estado Islámico— y de las fuerzas progubernamentales rivales.
Un comerciante de ganado fulani de 27 años que vive en Djibo —una ciudad asediada por grupos armados desde 2022—, que habló a condición de guardar el anonimato por miedo a sufrir represalias de las autoridades, dijo que las fuerzas afiliadas al gobierno les dieron un trato de extremistas a todos los fulani en el área, indiscriminadamente.
“Comenzaron arrestando personas, trayéndolas a la ciudad, golpeándolas, desnudándolas. Fue humillante”, recordó. Su tío pasó siete meses en prisión porque recibió ayuda de una organización de beneficencia, dirigida por extremistas en parte para difundir su ideología.
Dijo que fue arrestado una vez en Djibo y golpeado por el ejército, lo que le dejó lesiones tan extensas que tuvo que ir al hospital. Indicó que los soldados sólo le dijeron que estaban “realizando una operación de seguridad”.
Según analistas, la estrategia de la junta de incrementar las acciones militares, incluido el reclutamiento masivo de civiles para unidades de milicias mal entrenadas, ha exacerbado las tensiones entre grupos étnicos. Datos recopilados por el Proyecto de Datos de Ubicación y Eventos de Conflictos Armados muestran que los ataques de milicias a civiles han aumentado significativamente desde que el capitán Ibrahim Traore tomó el poder.
La violencia ha radicalizado a algunos fulanis, apuntó el comerciante de ganado.
“Cada día, orabas para vivir las próximas 24 horas”, dijo. “Esto no es vida”.
No quería huir y dejar atrás a sus padres. Pero un día, su padre lo despertó y le dijo: “Tienes que irte, porque si te quedas, alguien vendrá y te matará”.
Posteriormente su padre fue asesinado.
Él se fue en un convoy militar hace más de un año. La vida en Uagadugú es “muy difícil”, señaló. Vive con parientes y depende de trabajos ocasionales para sobrevivir.
“Hay mañanas en que me despierto y me pregunto cómo conseguiré algo de comer”, lamentó. “Solía vivir con dignidad”.
Su madre lo ha alcanzado en la capital. No han recibido apoyo del gobierno.
Siempre en fuga
Una madre de 28 años del noroeste, que también habló a condición de guardar el anonimato, dijo que al principio los extremistas arribaron a su aldea y robaron ganado. Pero el verano pasado acudieron al mercado y mataron a varios hombres, incluido su esposo. Luego ordenaron a mujeres y niños que se fueran.
Ella agarró a sus hijos y ollas de cocina, y huyó. Caminó durante horas a través de la noche hasta llegar a la casa de la familia de su esposo.
Diez días después, hombres armados se acercaban. Ató a su hija de 2 años a su espalda, agarró a su hijo de 4 años y se fue a la capital.
Dijo que no ha recibido apoyo gubernamental en Uagadugú. Le prometieron un trabajo de limpieza, pero perdió la oferta una vez que el empleador descubrió que ella era fulani.
Consiguió un lugar en un inusual refugio para mujeres desplazadas, financiado con fondos occidentales por un activista local que intenta pasar desapercibido. Está aprendiendo a coser y ha inscrito a su hijo en la escuela.
“Extraño mi aldea”, se quejó. “Pero por el momento tengo que esperar hasta que termine la violencia”.
Su permanencia allí es precaria. El refugio está lleno, con 50 mujeres y niños. Normalmente se les permite quedarse un año. El tiempo se le está acabando.
La demanda es enorme, dijo la activista, y hay cada vez menos ayuda. Las autoridades locales desconfían de cualquiera que trabaje con personas desplazadas.
“No sé cuánto tiempo más puedo seguir adelante”, señaló.
Una apariencia de normalidad
Aunque hasta el 80% del territorio de Burkina Faso está controlado por grupos extremistas, y más civiles murieron por violencia el año pasado que en años anteriores, en Uagadugú es fácil olvidar que el gobierno está combatiendo una insurgencia.
Restaurantes concurridos al aire libre sirven cerveza y el plato nacional de pollo asado lentamente. En meses recientes, la capital albergó un festival de teatro y una feria internacional de artes y oficios. Las autoridades reinstauraron una carrera ciclista a campo traviesa, el Tour de Faso, que había sido cancelada debido a la inseguridad.
El gobierno militar ha instalado un sistema de censura de facto, denunciaron grupos defensores de los derechos humanos, y aquellos que se atreven a alzar la voz pueden ser secuestrados abiertamente, encarcelados o reclutados por la fuerza en el ejército.
Burkina Faso solía ser conocida por su vibrante vida intelectual. Ahora incluso los amigos tienen miedo de hablar sobre política.
“Me siento como si estuviera en prisión”, dijo una activista local por los derechos de las mujeres. “Todos desconfían unos de otros. Luchamos por la libertad de expresión, y ahora lo perdimos todo”.
Las autoridades de Burkina Faso no respondieron a preguntas.
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Esta historia fue traducida del inglés por un editor de la AP con la ayuda de una herramienta de inteligencia artificial generativa.