Todos somos Ashley Graham: la aburridísima tarea de lidiar con hombres como Hugh Grant
Al enfrentarnos con un hombre que no conocemos, todas nos hacemos una pregunta clave: “¿Estoy a salvo?”
Todos somos Ashley Graham. Bueno, lo eres si eres mujer, de todos modos. ¿Por qué? Porque todas hemos tenido la ardua y triste tarea de lidiar con hombres como Hugh Grant.
Digo esto no como enemiga de Hugh Grant, no tengo problemas relacionados con Love Actually o Bridget Jones, sino con su insoportable entrevista en la alfombra roja en los Oscar anoche.
Grant se comportó como el típico hombre aburrido y que se siente con derechos, que no puede molestarse en no hacerlo evidente, a pesar del deslumbrante privilegio de estar allí en los Oscar, en la alfombra roja en primer lugar. No puedo ser la única que quería gritar, “¿cómo te atreves?”. Pero ya en serio, ¿cómo se atreve?
Alguien pudiera decirle a Grant que le recuerde a su “sastre” (y si “qué traes puesto esta noche” no es la pregunta más fácil y predecible de responder en un evento como ese, entonces no sé a dónde pensó que iba, pero ciertamente no era los Oscar) que analice su privilegio. Parece que la cintura está un poco apretada.
Como lo expresó un comentarista estadounidense: “Alguien que quiera a Hugh Grant debería dile que puede saltarse las entrevistas en la alfombra roja si tanto las odia. Para ser un hombre que parecía tan mohíno, sí que eligió quedarse allí y sostener su propio micrófono”.
Sin embargo, a pesar de su negativa a seguir el juego, o incluso a ser cortés, Graham intervino… elegante, elocuente, inconteniblemente vivaz, y tiene que mantener la conversación, incluso cuando se siente como si fuéramos a morir por incomodidad. Y bien por ella. Se necesita habilidad y gracia para mantener la calma frente a una indiferencia tan grosera (al borde de la hostilidad), y es algo que las mujeres reconocemos muy bien.
He tenido algunas entrevistas terribles en mi época. No daré nombres, pero basta decir que aquellas que resultaron en un fracaso fueron las que no se llevaron a cabo de buena fe.
Y no me refiero a mi parte (como periodistas, todo lo que intentamos hacer es obtener la mejor y más interesante perspectiva de nuestro tema; algo que aporte matices y sorprenda al lector); pero ¿qué hay de las personas a las que entrevistas que actúan como si te estuvieran haciendo un gran favor por estar ahí? Es desagradable e incómodo y nunca da como resultado una pieza de la que ambos lados puedan estar orgullosos.
Una vez entrevisté a una estrella de telenovelas que estaba tan terriblemente aburrida de hacer las ruedas de prensa que me miró fijamente y se negó a responder una sola pregunta, a pesar de que su propio equipo de relaciones públicas la había preparado. He entrevistado a grandes de la cultura que han sido sarcásticos hasta el punto de ser francamente groseros y que han gritado por teléfono. He pasado horas al teléfono con caras famosas cuando bien podría haber estado aplastando una piedra entre mis dedos para tratar de sacar una sola gota de sangre.
Pero lidiar con este tipo de hombre difícil no solo sucede en el nicho del mundo de la interacción con celebridades, sino en la vida cotidiana, con diversos grados de irritación y riesgo.
El condicionamiento social ha transformado a las mujeres (aunque no a las mujeres de forma exclusiva) en personas complacientes; nos inculcó la carga y la responsabilidad de cuidar los sentimientos de los demás. Somos guardianas emocionales, se espera que brindemos calma, nutrición y protección: no solo en la alfombra roja, sino también en la puerta de la escuela, en el hogar y en la oficina.
Si hablas con una mujer que ha tenido una primera cita, es probable que escuches historias de terror sobre esperar dos horas a que la otra persona le haga una pregunta. Somos expertas en abordar los silencios incómodos (o nunca dejar que se vuelva incómodo para empezar); en masajear los egos para garantizar que nadie se enfade o moleste.
La mayor parte del tiempo, se debe a una necesidad básica de seguridad. Este tipo de comportamiento se aprende desde la niñez por necesidad, y se confirma en cada interacción futura cada vez que un hombre ingresa a nuestro espacio personal y tiene un aura de peligro. Nos hacemos una pregunta clave cuando nos enfrentamos a un hombre que no conocemos: “¿Estoy a salvo?”.
¿No me crees? Pregunta a cualquier mujer cómo reacciona cuando (y es cuando, no si) un hombre se le acerca en el transporte público, o en la calle, o cuando ella está leyendo un libro, o escuchando música a través de auriculares, o cuando simplemente se está ocupando de sus propios asuntos y quiere que la dejen sola.
Pregúntale a cualquier mujer cómo trata a un hombre cuando él insiste en acompañarla (o a un grupo de mujeres) en la mesa de un bar; o cuando alguien le dice “sonríe, tal vez no suceda”; o le exige su nombre o su número o el estado de su relación (“¿eres soltera?”) sin una invitación a unirse a la conversación. Incluso si no queremos que se quede, las posibilidades de que lo digamos, tan abierta y explícitamente, son escasas o nulas.
¿Por qué? Debido a un sentido intrínseco de necesidad de mantener a un hombre tranquilo; para mantenerlo feliz. El viejo adagio de Margaret Atwood nunca se había sentido tan evidente: “Los hombres tienen miedo de que las mujeres se rían de ellos. Las mujeres tienen miedo de que los hombres las maten”.
No estoy diciendo que Hugh Grant sea uno de esos hombres “malos”. En lo más mínimo. Pero su actitud apesta, y es sintomática de la prepotencia; una prepotencia que se muestra de manera única dentro de la dinámica hombre-mujer. Hay un desequilibrio de poder, hay ego, hay control y hay un cierto grado de miedo.
Si era tanto su hartazgo de no querer estar en la alfombra roja, Grant debió habernos hecho un favor a todos y haberse retirado.
Traducción de Michelle Padilla