De Londres al Castillo de Drácula en tren: tres vacaciones en una
Cinco trenes y seis países en 48 horas: llegar a Rumanía en tren es la aventura europea perfecta, escribe Ben Lerwill
Dicen que un viaje de mil millas comienza con un solo paso. Para mí, ese paso se hizo a las 5 de la mañana de un martes en el centro de Londres. Con las primeras luces del día en los Jardines Cartwright de Bloomsbury, un mirlo empieza a cantar desde las copas de los árboles. El canto resuena en las casas de estilo georgiano y llega hasta la acera, donde la única persona que lo oye soy yo. Llevo una mochila y tengo que tomar un tren. El mirlo sigue cantando a medida que atravieso el amanecer urbano hacia Euston Road.
En 15 minutos, paso por facturación en St Pancras International, escuchando quejas en varios idiomas sobre las máquinas lectoras de billetes. Menos de tres horas después, entro en el Café les Deux Gares, un pequeño café con azulejos a cuadros en el distrito 10. “Monsieur”, me saluda el mesero. Suena jazz por los altavoces, un cliente lee Le Figaro y alguien estaciona un ciclomotor frente a la ventana. París está despierta.
No hay nada mejor que un tren para trasladarte de una escena a otra completamente diferente en cuestión de horas. La alegría de este viaje en particular es que hay más de lo mismo por venir. Desde París, la red ferroviaria europea se extiende por todos los rincones del continente, prácticamente exigiendo aventuras. Mi destino final se encuentra a unos 1.100 kilómetros y dos días de viaje hacia el este, en los Cárpatos meridionales de Rumanía. Sólo dispongo de dos horas en la capital francesa, donde el Café des Deux Gares, como su nombre indica, se encuentra entre la Gare du Nord y la cercana Gare de l'Est.
Europa occidental toma en serio sus trenes de alta velocidad. Desde la Gare de l’Est tomo un Inter-City Express (ICE) que me lleva hasta Stuttgart en menos de cuatro horas, cruzo el Rin en Estrasburgo y, según la pantalla de información a bordo, el tren a veces supera las 185 mph. Francia pasa entre un murmullo de tierras de cultivo abiertas y colinas boscosas. La estación central de Stuttgart no se desborda de glamour, pero sí vende deliciosos pretzels rellenos y, tras un almuerzo en la explanada, sigo hacia el este, esta vez con destino a Múnich.
Los trenes alemanes son elegantes, estilosos y espaciosos. Tengo que volver a comprobar mi billete para confirmar que no me senté en un asiento de primera clase sin querer. Cuando intento practicar mi alemán básico para preguntarle a la conductora nuestra hora de llegada, ella responde en perfecto inglés. Pronto se asoma el paisaje de Baviera por la ventana: bosques de pinos, prados y ciudades de cercanías. Observo una cigüeña posarse en un enorme nido de ramas colgado de un poste de telégrafo. Cuando llego a Múnich a las cuatro y media de la tarde, me siento un poco aturdido por lo lejos que he llegado, pero es una ciudad bonita y concurrida. Mi hotel está a apenas un minuto de la estación central y las posibilidades de la tarde se abren delante de mí como un bostezo soleado.
A la tarde doy un paseo por la Neuhauser Strasse hasta llegar al corazón del casco antiguo. La calle está llena de puestos de espárragos, vendedores de flores y una imponente arquitectura medieval. Los viajeros, los turistas y los paseadores de perros pasan en ambas direcciones. Las multitudes nocturnas alcanzan su punto máximo en Marienplatz, donde el Nuevo Ayuntamiento domina la plaza entre un aluvión de torres y pináculos neogóticos. El antiguo ayuntamiento, derribado por los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial y luego reconstruido, se encuentra cerca, al igual que una deslumbrante megatienda del FC Bayern Munich.
Claro que hay ciertas cosas inevitables, como por ejemplo el hecho de que los viajeros graviten hacia las cervecerías. Me dirijo a Schneider Brauhaus, donde un buen plato de Käsespätzle (fideos de huevo con queso y cebollas asadas) es ideal para acompañar las fuertes cervezas de trigo. El salón es cálido y está poco iluminado. A mi alrededor, el ambiente se desborda de ruido y risas. La mesera no para, llevando bandejas de siete u ocho cervezas a las mesas. Cuando consigue hacer una pausa, se limpia las manos en su delantal tirolés, se sirve un vaso de medio litro y toma un largo y merecido trago.
A la mañana siguiente, regreso a la estación principal para tomar un tren que me lleve a Hungría. Los vagones son menos modernos pero cómodos. Saldremos puntualmente. Me siento en el vagón del silencio y, cuando empezamos a movernos hacia el este, el silencio sólo lo rompen dos monjas al otro lado del pasillo, susurrando entre sí mientras, por la ventana, se despliega un sinfín de campos verdes. El tren recorre casi todo el ancho de Austria, pasando por enormes lagos, pequeñas iglesias y lejanos Alpes. Las monjas bajan en Viena, muy contentas. El día está nublado pero brillante. Tengo un libro pero apenas leo una página.
Una de las cosas que más me sorprende de viajar por Europa en tren es la falta de complicaciones. Si se sigue el itinerario correcto y se supone que todo transcurre según lo previsto, es una experiencia de lo más tranquilo. Pasas de ciudad en ciudad, te subes a un tren y luego otro, observas cómo cambia el paisaje, ves el ir y venir de los demás pasajeros. Es un viaje para contemplar y disfrutar. Terminas notando los pequeños detalles de todo. A las 14.15 hs estoy en Budapest, faltan cinco horas para tomar el tren nocturno hacia Rumanía. Me quito la mochila del hombro, la dejo en la consigna y me pongo a explorar.
Explorar, en este caso, significa dirigirme directamente al baño termal Gellért, donde me sumerjo durante horas bajo mosaicos de estilo Art Nouveau, entro y salgo de salas de vapor y, ocasionalmente, entro en piscinas heladas. Cuando salgo, el calor de la tarde persiste a orillas del Danubio y frente a mí se extiende uno de los panoramas urbanos más imponentes de Europa: una visión de grandes cúpulas y cruceros.
El último tramo de mi viaje me espera en el andén uno de la estación Keleti de Budapest: un tren nocturno azul que se dirige a la ciudad rodeada de montañas de Braşov. Compro algunos suministros para el picnic (pan, queso, tomates, vino local) y luego subo a bordo. Mi compartimento es básico. Cuenta con una cama individual prolija y un lavabo. Nos adentramos en la noche de Europa del Este. Alrededor de las 22.30 hs, me visitan los guardias fronterizos húngaros, media hora más tarde los rumanos y luego me duermo.
Por la mañana me despierto en Transilvania. Hay una suave neblina sobre las colinas cuando desembarco, pero ya llegué. El Castillo Bran, famoso por Drácula, se encuentra a unos pocos kilómetros de distancia, y más allá hay osos salvajes y franjas de bosque virgen, uno de los últimos espacios naturales del continente. Hace poco más de 48 horas estaba pisando las aceras de Londres, escuchando la serenata de un mirlo, y cinco trenes después llegué al otro extremo de Europa. ¿Quién dice que Rumanía es remota?
Imprescindibles para viajar
Cómo llegar
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Quedarse allí
Eden Hotel Wolff tiene buena ubicación, cerca de Hauptbahnhof, la estación central de Múnich.
Más información
El escritor viajaba como parte del itinerario de Original Travel que se llama ‘Naturaleza, Historia y Cultura: De Londres a Transilvania en tren’. Ofrece la opción de pasar más tiempo en Budapest.
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Traducción de Anna McDonnell